Que tenemos que hablar de muchas cosas


Centenario de su nacimiento y no podría yo añadir nada que no se haya dicho, que no se sepa. No soy biógrafo, ni historiador, ni literato, ni crítico… Sólo lector. Bueno, algo más: degustador y vividor de la poesía. Porque la narrativa se puede leer desde fuera, como un espectador, o metiéndote en el relato con mayor o con menor intensidad, un ensayo se lee con más o con menos interés, pero la poesía se siente, se saborea, se vive... o nada.

Yo llegué a la poesía precisamente por Miguel Hernández. Creo que, después de los versos que te obligan a conocer en la escuela, la primera vez que un poeta me enganchó realmente, la primera vez que hice mías sus palabras, fue con Miguel. Por él vinieron más poetas y más poemas a mi vida. Pero desde entonces siempre estuvo ahí.

Cuando empecé a escribir este blog, en la columna lateral coloqué bajo mi foto unos versos suyos: "Sonreír con la alegre tristeza del olivo. / Esperar. No cansarse de esperar la alegría (...) / Me siento cada día más libre y más cautivo".

Con Miguel silbé afirmando el pueblo de mi infancia, disfrutando esa vida que es pormenor. En sus versos me refugié en el tiempo de mis primeros amores y mis primeros desamores, cuando me tiraron limones amargos o burlaron mi deseo, pero también cuando el azahar hizo de las suyas o cuando fue la hora del beso. Con Miguel encontré palabras cuando llegaron los adioses y, sin calor y sin consuelo, tuve que ir de mi corazón a mis asuntos. Con Miguel me rebelé ante las injusticias. Conocí la tragedia cainita de España, la que le mató a él. Aún hoy las Nanas de la cebolla me siguen estremeciendo. Pero también con Miguel supe de espíritu de lucha, de vientos del pueblo, de esperanzas, de jurar la alegría, de levantar la risa que hace caer las telarañas. Y, como todos, al paso de los años aprendí a caminar con tres heridas.

Hoy reabro el primer libro de Miguel Hernández que tuve, una antología publicada por Cátedra. Leo la dedicatoria de mis hermanos, que me lo regalaron por mi 17º cumpleaños.

Dentro del libro me encuentro en sus versos mil recuerdos, mil vivencias. Pero también entre sus páginas tres cosas materiales escondidas, como las que se guardan en la primera piedra de un edificio para ser halladas años después: la foto de su tumba que saqué en 1991 en el cementerio alicantino; una invitación del Club de Amigos de la UNESCO para un homenaje en 1992, 50º aniversario de su muerte (“abierto estoy, mirad, como una herida./ Hundido estoy, mirad, estoy hundido / en medio de mi pueblo y de sus males”); y una hoja seca de un otoño madrileño de cuando yo era estudiante universitario.

Es el milagro de la poesía que pervive: que se encuentre y se conmueva con las mismas palabras -y con los mismos sentires- un joven nacido décadas más tarde de que al hombre que las escribió le dieran muerte la tuberculosis, la cárcel y el odio.

Ahí seguirán sus versos en el camino, en lo que quede por venir... Que tenemos que seguir hablando de muchas cosas, compañero del alma, compañero.


(Video de Joan Manuel Serrat interpretando las Nanas de la Cebolla, musicadas por Alberto Cortez. Cuando el poeta estaba en la cárcel, su mujer le dice en una carta que sólo come pan y cebolla. En su contestación, él adjunta este poema dedicado a su pequeño hijo).

¿Sabes lo de Varguitas?

En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio. Miró de reojo un diario atrasado y en la primera página aparecía la imagen de Vargas Llosa, el escritor. “Ese vivo que se casa siempre con alguien de su familia: así no hay sorpresa”, pensó sonriendo. Lo acercó y comenzó a leer que le habían concedido el Premio Nobel “por su cartografía de las estructuras del poder y por sus aceradas imágenes…”. Cerró el diario. “Estos suecos parece que hablan en sueco hasta cuando se les traduce al castellano”, murmuró entre dientes. Se levantó y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que precisamente una del escritor premiado encendió sus ojos, un segundo. La compró y salió.

Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación.

Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió en la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó La ciudad y los perros. Luego apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después.

Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.

***

El viento hacía tintinear las calaminas del techo y las trombas de agua salpicaban el interior de la vivienda. Era una sola habitación, partida por un biombo de madera y protegida por una empalizada de costales embutidos de piedras y tierra: a un lado estaba el puesto de la Guardia Civil, con un tablón sobre dos caballetes –el escritorio- y un baúl donde se guardaban el libro de registros y los partes del servicio. Al otro, juntos por la falta de espacio, los dos catres. Se alumbraban con lámparas de querosene y tenían una radio de pilas que, si no había desarreglos en la atmósfera, captaba Radio Nacional y Radio Junín. El cabo y el guardia pasaban tardes y noches pegados al aparato, tratando de escuchar las noticias de Lima o de Huancayo. Esa tarde la radio roncaba entrecortada que habían otorgado un importante premio a un literato peruano. “Don Mario, el que perdió las elecciones contra el Chino”, dijo Tomás. Lituma recordó entonces una novela que había leído años atrás, una de militares y putas que le dejó un compañero. Qué don ése de saber contar historias. “Dicen que es buen escritor. Y, además, a mí siempre me pareció buen tipo. Ahora creo que anda viviendo por España”, comentó el cabo. Sentados al pie de una descolorida imagen del Corazon de Jesús –un anuncio de Inca Cola- escucharon llover, varios minutos.

(Los textos originarios son de Mario Vargas Llosa -el juego consiste en averiguar de qué dos obras suyas están extraidos-..., excepto, claro está, los intercalados que más les chirríen, de los que él no tiene ninguna culpa).

(Ilustración: retrato de Vargas Llosa, de Julián Grau Santos).