Cien años de la abuela Elisa (I)

No sólo va sumando años a la vida, sino que tiene particular empeño (perdonen la frase manida pero cierta) en sumar vida a los años.

Cuando crees que ya la conoces bien, inevitablemente te acaba sorprendiendo. Lo asombroso no es la fecha de nacimiento que pone en su D.N.I. (17 de abril de 1911) sino otras muchas cosas: su desenvoltura y resolución ante las situaciones, su particular forma de cuidarse, su conexión con el mundo que la rodea, su afán por informarse de lo que pasa en la sociedad, sus ganas de seguir aprendiendo todos los días, su disposición a adaptarse a los cambios, sus conversaciones, su sabiduría sencilla, sus sentidos (incluido el sexto) siempre atentos a cómo le va a la gente que quiere, su capacidad de disfrutar de las cosas que de verdad le importan en la vida…

Tú no le has contado un problema para no preocuparla y, el día menos pensado, te suelta una frase cómplice y lapidaria. No sólo se ha percatado de todo, a la chita callando, sino que además, como el que no quiere la cosa, te deja caer su diagnóstico y su consejo, tantas veces certero.

Cuando sus hijas estaban todavía intentando enterarse, ella (con noventa años entonces) ya había aprendido a administrar su pensión y comprar en euros, o a ir a recargar la tarjeta de su teléfono (“anda, claro que tengo móvil, de los primeros que salieron”, presume aún hoy).

Hasta no hace muchos años, iba a comprar, hacía gestiones en el banco… Con cien años vive sola en un piso, aunque al lado del de una de sus hijas. Sigue cocinando y, si te pasas a verla, como poco te prepara un café pero, si es la hora, te quedas a comer o a cenar, que ella ya improvisa en un momentito. Escucha la radio (“me gusta más que la televisión, que siempre está con las mismas tontunas” dice, refiriéndose a los programas del corazón, aunque las telenovelas sí le gusta seguirlas). Le dijeron alguna vez que era “la mujer más rica del mundo” porque ha gozado toda su vida de buena salud: asegura que no sabe lo que es un dolor de cabeza. Hace unos años tuvo rotura de cadera, pero le colocaron prótesis y hala, a seguir caminando, con zapatos altos si es preciso. No se descuida físicamente. Pasea por la calle a diario, salvo que el suelo esté helado (el frío le da igual, es abulense). Y no se descuida mentalmente. Le gusta mantenerse activa y estar al día, disfruta de la lectura y de la conversación. Pero sin malos rollos, eso sí: no aguanta que le dé el tostón la gente negativa que siempre se está quejando de todo. Es animosa: sabe afrontar las penas que trae la vida y sabe paladear las alegrías.

Que tu abuela cumpla 100 años y seguir disfrutando de ella es un privilegio. Pero tener una abuela como Elisa, con independencia de su edad, es en sí mismo un privilegio.

(Ilustración: Marcapáginas conmemorativo pintado por Mª Sol Gutiérrez, y retrato de Elisa del Pozo con efectos informáticos aplicados sobre una fotografía original del autor).

Celaya


El pasado 18 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento, en Hernani (Guipuzcoa) de Gabriel Celaya, el escritor en el que por fortuna se convirtió Rafael Múgica cuando le advirtieron en su empresa de lo poco serio que resultaba ser a la vez ingeniero y poeta.

Como recordaba hace poco en el caso de Miguel Hernández, guardo también, cuidadosamente anotado -entonces no vivía tan apresurado-, el primer libro que compré de este autor, cuando yo tenía veinte años de edad, ahorrando de mi paga semanal de estudiante. Ya entonces sentía necesaria la poesía en mi vida, como el aire que exigimos trece veces por minuto.

Con Celaya, creí y prediqué que la poesía es un arma cargada de futuro. Y aquellos versos de luchas y de amor sirvieron para alimentar lo que era y lo que de alguna forma aún soy.

Todavía me parece que sería sano hoy que nos aplicáramos lo que el poeta vasco proclamaba en su España en marcha:

Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.

Ni vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.

Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.

Somos bárbaros, sencillos.
Somos a muerte lo ibero
que aún nunca logró mostrarse puro, entero y verdadero.

De cuanto fue nos nutrimos,
transformándonos crecemos
y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto.

¡A la calle!, que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.

No reniego de mi origen,
pero digo que seremos
mucho más de lo sabido, los factores de un comienzo.

Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.

Y me apuntaría a ese desafío de Todo está por inventar:

¿Quién dijo que España es vieja
si aún está por estrenar? 

Con algunos años y algunos desengaños más a mis espaldas, sigo creyendo, como Celaya, en la coherencia, en la integridad, en que, a pesar de todo "uno se muere más tranquilo cuando ha hecho todo lo que estaba a su alcance".

Y, eso sí, también busco y saboreo cada día, como puedo y cuando puedo, esos sencillos instantes de felicidad que no se vende:

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha...