Palabras en su funeral, Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol.
Ávila, 9 de mayo de 2011.
En primer lugar, en nombre de toda la familia, quiero daros las gracias a los que habéis querido acompañarnos, tanto a los que estáis aquí como a los que no hayan podido venir pero están con nosotros de corazón. Espero ser capaz de leer lo que queríamos deciros.
Quien nos vea hoy con este desconsuelo y estas lágrimas despidiendo a una mujer de cien años quizá podría pensar: ¿100 años? pero ¿éstos qué más querían?
No, no queríamos nada más. Ya nos gustaría que todos nuestros seres queridos hubieran vivido o vivieran ese tiempo y en esas condiciones, con plenitud de facultades físicas y mentales. Además, si viniéramos aquí con quejas, la abuela nos hubiera regañado. Primero, porque ella le estaba muy agradecida a Dios y a la vida. Segundo, porque le gustaba la gente positiva; si algo no soportaba eran los quejicas. Ni siquiera en estos últimos días salió de su boca una sola queja.
Venimos, eso sí, con la tristeza, con la profunda tristeza, de esta despedida. Pero no venimos con lamentos. Todo lo contrario: venimos aquí a dar las gracias.
Gracias por haber podido compartir una vida larga, pero también una vida así de plena. Porque, con ser inusual, creedme que lo más destacable no es que haya estado tanto tiempo con nosotros, sino que, con independencia de su edad, ha sido un privilegio tener como abuela a una persona tan excepcional como Elisa.
Quienes la han conocido en uno u otro momento, es imposible que la olviden.
Y para los más cercanos, será inevitable, de ahora en adelante, que en muchos instantes de nuestra vida esbocemos una sonrisa, acordándonos de lo que nos hubiera dicho o de lo que hubiera hecho la abuela, de ese “no dar puntadas sin hilo” como el que no quiere la cosa, de sus frases, de sus ocurrencias, de su actitud ante la vida.
Será imposible olvidar esa ilusión especial que le producía vernos y juntarnos a todos. Y, como decía ayer tía Eli, ojalá lo siga consiguiendo también de ahora en adelante. Incluso en este tramo final, cuando los médicos apenas le pronosticaban un rato de vida el viernes, unos pocos nietos aún no habían podido llegar, algunos incluso estaban a miles de kilómetros. Sacó fuerzas de donde no las tenía y resistió dos días más, hasta el domingo. Esto lo hubiera contado mucho mejor que yo mi prima Marisol: el sábado, entre el asombro de quienes la atendían, abrió los ojos y habló. Preguntó por todos, fuimos entrando a lo largo del día y, con unas frases o, cuando ya estaba más agotada, con un intercambio de caricias, con una mirada, con un gesto, con una sonrisa, de alguna forma se fue despidiendo de cada uno, a su manera.
Podemos hoy decir públicamente y sin rubor que, con su herencia, nos deja a todos muy ricos. Ni una casa en propiedad, ni una tierra, ni un coche, ni cuantiosos ahorros, ni objetos de lujo…, tan sólo un puñado de cosas con valor sentimental. Vivió y murió con ese sentido de la austeridad que le llevaba a no querer nada que realmente no necesitara y, sin embargo, a repetir cada vez que tenía ocasión que no le faltaba de nada. Atesoró cosas de las que importan de verdad y es en eso en lo que fue inmensamente rica. Rica en humanidad. Rica en curiosidad. Rica en ingenio. Rica en sentido común. Rica en sabiduría sencilla. Rica en ganas de aprender todos los días, durante cien años. Rica en algo tan difícil como saber afrontar las penas de la vida. Rica en algo que tampoco es siempre fácil: saborear como nadie los placeres auténticos, la felicidad que se esconde en lo sencillo. Rica en cariño hacia todos.
Aunque seamos tantos a repartir, entre lo mucho que nos dio en vida y el legado que ahora nos deja, algo de todo esto nos tocará. Y es que, aunque no lleguemos ni de lejos a ser como ella, su ejemplo nos seguirá haciendo mejores personas.
Hace algunas semanas, cuando iba a cumplir cien años, algunos de sus nietos tuvimos la idea de hacer un video donde nos contase cosas de su vida. Pensábamos que quizá le parecería una idea descabellada pero, lejos de eso, colaboró encantada. Nos contó su infancia en Pajares de Adaja. Nos contó como conoció a un guapo joven, Heliodoro, con el que luego se casó. Nos contó cómo le dijo “esto del pueblo no es vida para las niñas” y se marcharon a trabajar a Colmenar Viejo, luego a Madrid y finalmente a Ávila, donde tantos años ha vivido. Nos habló de la historia de la que ha sido testigo… un siglo de historia. De las personas que conoció. De los avances sociales, a los que se adaptó con sorprendente facilidad. Contó anécdotas. Y nos nombró uno por uno. Y no dijo sólo que nos quería, sino que se sentía orgullosa de todos.
Gracias a esa grabación, tenemos ahora un recuerdo muy especial. Nosotros la hubiéramos evocado igualmente muy viva en nuestra mente. Pero habrá unos pequeñajos recién nacidos que, por edad, no podrían tener memoria de su bisabuela, y que sin embargo así podrán verla y escucharla algún día, hablando de ellos con cariño. Que sabrán que una mujer nacida un siglo antes que ellos definió lo que representaban para ella con una sola y hermosa palabra: alegría.
En esa grabación, también nos dejó su sencillo balance: “¿Mi vida? Pues muy bien. Me he divertido de joven. No me ha faltado nunca de nada. Y luego hemos disfrutado mucho, de los hijos, de los nietos y de todos… Para mí no han podido ser mejor de lo que son”.
Con eso nos quedamos. Para nosotros, tú sí que no has podido ser mejor. Hasta siempre, abuela. Te queremos.
(Ilustraciones: Una imagen de la torre de Santiago y el Valle Amblés, por José Dobón. Marisol Nieto me hizo mi última fotografía con la abuela, que me contaba algo de su pueblo. Y Teresa Galán hizo la foto de Elisa mirando a la pequeña Carmen, que sujeta el bastón de su bisabuela: un siglo de diferencia entre dos mujeres).