En estos días de diciembre (entre el 21 y el 26 aproximadamente) de nuestro actual calendario, alrededor de nuestro solsticio de invierno (el día más corto y la noche más larga del año en este hemisferio), muchos pueblos de la antigüedad (entre ellos nuestros antepasados celtas e iberos), y en los más diversos lugares de la tierra, coincidían en celebrar sus fiestas en honor al sol, a veces divinizado: Helios y Apolo en Grecia, Mitra en Persia, Huitzilopochtli entre los aztecas, Inti para los incas, Frey para los germanos y escandinavos… También los romanos situaron en similares fechas las fiestas en honor de Saturno.
Aunque el nacimiento de Jesús casi con total seguridad no se produjo en invierno (según el relato evangélico, había pastores pasando la noche al aire libre con sus rebaños y el cielo estaba estrellado), el cristianismo, siguiendo su costumbre de adaptar, absorber y así neutralizar ritos paganos muy enraizados, acabó declarando, a partir del siglo IV, el 25 de diciembre como la fiesta de la natividad de Cristo.
Plagada de tradiciones de lo más diverso en cada lugar, pero con el fondo compartido de un mensaje universal de paz y de amor, la Navidad se fue consolidando como una fiesta común a buena parte del mundo y así ha llegado hasta nuestros días.
Quienes me conocen de cerca, saben de sobra lo poco navideño que soy en cuanto a lo externo, me han escuchado despotricar mil veces contra las actuales navidades y me han visto huír en los últimos años hacia otros países. No me gustan la mayoría de los villancicos, ni las panderetas, ni los que piden el aguinaldo, ni los reportajes sobre los ganadores de la lotería, ni los estereotipos de la publicidad, ni la lombarda, ni el mazapán, ni el champán…, no tengo interés por el discurso del rey, ni por los especiales de la tele, ni por el anuncio de Freixenet, el Cuento de Dickens ya me cansó, hace tiempo que no empiezo el año atragantándome con doce uvas, me dan grima los adornos navideños, me parece obsceno -tal y como está el patio- lo que se gastan aquí en una exageradísima iluminación navideña de las ciudades, y me revuelve las tripas la hipocresía de los supuestos buenos deseos de entidades a las que resultas completamente indiferente, o de personas que el resto del año te pisarían el cuello si te dejaras. Esto, por no seguir con una lista interminable.
Pero también, cuando surgieron los primeros iconoclastas contemporáneos dispuestos a extirpar belenes y estrellas y, con ello, cosas más profundas, me escucharon cambiar el discurso y hacerme fuerte junto al nacimiento. No pasarán. Contra la Navidad vivía mejor, podría bromear.
Y es que, a mí, en realidad, costumbres anecdóticas aparte, no me molesta la Navidad por su significado, sino por lo contrario: porque se ha ido desproveyendo de cualquier significado o, lo que es aún peor, llegando a encarnar lo contrario de lo que se supone que le dio origen. No consigo tomar como aceptable que el nacimiento de Jesús de Nazaret, un símbolo, entre otras cosas, de la austeridad como actitud vital, se celebre en la actualidad con un impresionante despliegue consumista. Es un contrasentido tan absurdo como si el aniversario de Teresa de Calcula lo festejásemos con una orgía sexual o el aniversario del Che Guevara lo conmemorásemos con un banquete de lujo para privilegiados. Una pura incoherencia. No le encuentro el menor sentido a que, en la hipotética celebración del nacimiento de Cristo, de lo que se hable sea del precio del cordero y de los langostinos. Lo siento, pero, aunque me hayan salido algunas canas, dentro de mí sigue habitando ese mismo niño rebelde, observador y preguntón, que continúa negándose a tomar como normal lo que no le parece normal.
El Jesús de la tradición es el Dios que decide encarnarse en la historia y hacerse hombre con los hombres. El que nace en un establo, en la familia humilde de un carpintero y una joven hebrea. El que sabe compartir la alegría y multiplicar el vino en la celebración con su gente. El que sabe buscar su soledad y su reflexión en el desierto. El que llora ante la muerte del amigo. El que salva la vida a la mujer adúltera haciendo a los demás volver la mirada hacia sí mismos. El que se rodea de gente de a pie y de excluidos, el que no rehúye a los leprosos, ni a los paralíticos, ni a los publicanos, ni a las prostitutas… El que proclama la buena nueva para los pobres, los hambrientos, los enfermos, los que sufren. El que expulsa a los mercaderes del templo. El que asegura que a cada día le basta con su afán. El que dice que las normas deben estar hechas para el hombre y no el hombre para las normas, que la ley ética no estará ya escrita en tablas sino que cada cual la llevará en su conciencia y su corazón. El que habla de compartir, de perdonar, de la autenticidad personal, del reino de la justicia…El que proclama como nuevo mandamiento el amor a los demás. El que muere ajusticiado por blasfemo, en medio de dos ladrones. El que había asegurando que la vida podía vencer a la muerte. Un mensaje revolucionario en la sociedad de su tiempo, que, a veces para mal y a veces para bien, cambió la historia y transformó el mundo. Una figura que, dos milenios después, sigue siendo, como dice el filósofo José Antonio Marina, Patrimonio Espiritual de la Humanidad.
Y, ahora, con ese relato, haga cada uno lo que quiera. Vívalo desde la fe el que así lo sienta y lo crea. Y acéptelo el que no como una leyenda, como un mito, como esas historias de los pueblos indígenas que quizá ya pocos creen a pies juntillas como sus antepasados, pero que todo el mundo respeta como un rico legado que dice mucho de su identidad colectiva y de su cosmovisión. Querer prescindir de ese componente cultural de nuestra civilización me parece de una ceguera impresionante.
De ahí, nace una visión del hombre, de la libertad, de la dignidad, que, tamizada luego tras un sanísimo e intenso baño de laicidad (que otras creencias no han permitido y de ahí su falta de evolución), es la semilla que ha generado el espacio geopolítico más avanzado del planeta en los conceptos jurídico-sociales y en los derechos humanos, un espacio donde (a diferencia de otras amplias zonas del mundo, no lo olvidemos) no impera ya la ley del Talión, un espacio donde (a diferencia de otras amplias zonas del mundo, insisto en esa realidad) la mujer va consiguiendo a pulso su espacio y no tiene que ocultar su rostro… y así decenas y decenas de ejemplos.
Me siento tan lejos de los impositores de crucifijos como de los proscriptores de belenes. Lejos de los que quieren que, por sus cojones, un espacio educativo de carácter público esté presidido por su símbolo religioso, vaya usted a saber por qué, para qué y con qué sentido. Pero lejos también de los que quieren eliminar cualquier resquicio de historia, de espiritualidad, de cultura, de tradición, de los valores que no les gustan. Cierto es que tienen una ardua y larguísima tarea: desde modificar la numeración de los años para que no nos acordemos desde cuándo los contamos hasta cambiar de nombre al domingo, desde modificar la denominación de la Cruz Roja hasta llamar de otra forma a los Sanfermines, desde desmontar catedrales hasta descolgar cuadros de los museos… Ganas no les faltan, pero no sé si la realidad de siglos se puede borrar tan fácilmente.
Y, sobre todo, ¿para sustituirla por qué? Porque, frente a las viejas creencias y valores de nuestros padres y abuelos, todo lo ingenuos que se quiera, lo que ahora se nos ofrece como alternativa es el modelo del todo vale, la sociedad hedonista, el materialismo, la acumulación sin esfuerzo y sin escrúpulos, la ostentación… Nada nuevo bajo el sol: es la adoración del becerro de oro, ahora transformado en marcas de ropa o en grandes vehículos, entre otras apariencias.
Entiendo que la antipatía hacia lo cristiano a veces está producida por una justificadísima aversión a las Iglesias establecidas. Históricamente, en nombre de todos los dioses se han hecho barbaridades que los mismos dioses hubieran condenado. Las jerarquías de las iglesias actuales se parecen a su pretendido modelo, Jesús de Nazaret, como un huevo a una castaña. Podrían reconocerse mucho mejor en la casta sacerdotal de su tiempo, a la que Jesús tanto fustigó. Pero el cristianismo, como sustrato cultural y de pensamiento en el que se cimenta buena parte de nuestra identidad, no tiene mucho que ver con las confesiones organizadas. Con ellas o contra ellas, es parte –irrenunciable, creo yo- de la realidad en la que hemos nacido y en la que vivimos.
No estoy hablando estrictamente de religión. Hablo de valores, de concepciones. De esos valores elementales, sociales, culturales, que nos caracterizan y que deberían estar representados en nuestras tradiciones, si quisiéramos de verdad dar a éstas algún sentido que no fuera puramente comercial.
Por eso, por su autenticidad sin adornos, me gustó tanto mi entrañable cena de navidad del año pasado. En Buenos Aires, sin iluminaciones estridentes, sin el mantel de los días especiales, sin cumplidos, sin ceremonias y sin lujos. En un pequeño y modesto apartamento, casi improvisando la comida, echándonos unas risas, con dos personas a las que quiero y teniendo a tiro de piedra (de teléfono, de correo electrónico, de recuerdo o de buenos deseos) al resto de mi gente. Celebrando,
como decía por entonces, que un año más estamos juntos.
Estos días es Navidad, el solsticio de invierno de nuestros antepasados más remotos, la celebración de la esperanza de nuestros antepasados más cercanos. La fiesta del sol, de la luz, de la vida. Ese mensaje universal de paz y de amor al que antes hacía referencia. Una tradición, un símbolo milenario, algo que nos une por encima de creencias y de descreencias. Si ustedes prefieren no celebrarlo porque sienten que sus fiestas son otras y su cultura diferente, están en su derecho, claro que sí, defiéndanlo. Si quieren celebrarlo como se nos propone, como la fiesta del consumo, de la cena opípara y del regalo obligatorio y por cumplir, allá ustedes. Si deciden celebrarlo desde su fe personal, a pesar de tanto político coñazo empeñado no en una aconfesionalidad respetuosa sino en un laicismo beligerante, les felicito por su coherencia. Y si deciden simplemente festejar la vida, compartida con la gente a la que quieren, mi más calurosa enhorabuena.
A todos y todas, feliz Navidad.