Las navidades de mi infancia eran geniales, como las de casi todo el mundo. ¿Qué niño se resistiría a aceptar con entusiasmo un programa que incluye vacaciones escolares de casi veinte días, dulces, aguinaldo, ambiente festivo en casa y en la calle y, como mágica guinda, regalos traídos por unos Magos desde el Oriente?
Hasta que tuve nueve años, más o menos, mi familia nunca comía o cenaba junta en todo el año, por motivos de trabajo. Sólo en esos días fantásticos se producía el milagro de sentarnos todos a la misma mesa.
Inolvidable ese belén naif que poníamos en casa, en el que los personajes, en lugar de tener los rostros tan solemnes de otros nacimientos, tenían una cara infantil y sonriente, en un escenario que construíamos con musgo y papel de plata.
Y nuestro árbol de navidad a mí me parecía el más original del mundo, porque usábamos un cactus muy grande –como los de las películas del Oeste- que tenía mi madre, al que adornábamos con cintas y bolas de colores casi en cada pincho.
Entrañable también la tradición de que mis primos vinieran a casa en Nochevieja después de cenar y estrenasen el año fumándose unos puros con mi padre y riéndonos juntos con las ocurrencias de Ángel y Domingo.
Y el día 6, el ritual: despertar a mis padres muy de mañana para enseñarles eso que nos habían dejado los Reyes mientras ellos, somnolientos, fingían sorpresa. Y encontrar aquellos mensajes de los Reyes Magos en los que comprobábamos, asombrados, el gran conocimiento que tenían de lo que habíamos hecho –¡ay, esos pajes mágicos que siempre te vigilaban sin que te percataras!-. Y también cómo, con una letra sospechosamente parecida a la de mi padre –aunque entonces no nos diésemos cuenta de ello-, Sus Majestades nos enseñaban, año a año, la lección impagable de ser un poco mejores personas, de que nada era de nadie y todo debíamos compartirlo, y de que no siempre nos traían lo que habíamos pedido porque a veces ellos consideraban que otros juegos nos vendrían mejor aunque ahora no nos diéramos cuenta. Y nosotros sin rechistar y sin una queja, porque que para eso eran Reyes sabios y lo que traían era de regalo, no se admitían reclamaciones. Y luego a media mañana, a visitar a mi abuela, y a mis tíos, donde también los Magos nos dejaban siempre algo.
Con la adolescencia y la juventud, ya no me gustaban las navidades. Los Reyes Magos casi se habían olvidado de nosotros y todo lo demás había perdido mucha magia. Pero, además, el ambiente consumista de estas fechas tan señaladas, la hipocresía colectiva y esa sensación de tener que divertirse por obligación me estomagaban. Y, bueno, que ya desde entonces tenía vocación de nota discordante.
En Kilómetro Cero, la revista cultural que editábamos en el pueblo, dedicamos un número a la navidad, con un artículo a favor, que escribió Nuria, y un artículo en contra que escribí yo. Todavía lo tengo por ahí, despotricando punto por punto, sobre todo lo que no me gustaba de la navidad: la lotería que no me tocaba, los villancicos que me parecían estridentes, el champán que me daba dolor de estómago hoy y de cabeza mañana, la falsedad de tantas felicitaciones, el bombardeo de anuncios, el olvido al que me sometían los Reyes Magos…
Con todo, en aquella época resultaron divertidas algunas salidas en pandilla, y algunos ligues en Nochevieja fueron momentos dulces.
Unas navidades, mi amigo Mario, mi hermana Tere y yo decidimos montar un festival en el pueblo. Reclutamos a más gente joven, que participó con entusiasmo y creatividad. Mario y yo escribimos una obra de teatro –qué pena que no hayamos conservado el guión- en la que imaginábamos que el nacimiento de Jesús se producía en el actual Belén y la noticia llegaba a la sociedad de aquel momento. Por la obra pasaban una familia medio normal, el presidente norteamericano (creo que Reagan), un político español (que era un trasunto de Fraga, la diana favorita entonces para nuestros dardos por lo caricaturesco que nos parecía…) y una niña, que al final era quien encarnaba el sentimiento más auténtico. La obra pretendía ser crítica con el consumismo navideño y yo ahora la recuerdo –supongo que con la deformación del tiempo- como ingenua, disparatada, irreverente e ingeniosa. Junto con la representación teatral, hubo también música, canciones, trucos… y yo me empeñé en leer un poema.
No tenía remedio. Allí me planté en medio del escenario, sentado en un taburete y delante de un micrófono y leí el más hermoso y triste poema que conozco sobre la Navidad, uno de Alfonso López Gradolí.
tantas cosas perdidas, rostros, frases sueños,
unos nombres que fueron.
Creo que nadie me escuchó y tengo la sensación aún hoy de que todo el mundo estaba hablando mientras yo leía. Pero a mí, con dieciocho años, me daba igual, porque me bastaba con que alguien, en algún rincón de la última fila, pudiera estar percibiendo la belleza de aquellas palabras. O quizá ni eso, era lo que me pedía el alma, y a esa edad uno es asombrosamente atrevido.
El poema hablaba de ausencias. Y no sé por qué me sentía prematuramente identificado con aquellos versos. Al final, llegó esa otra navidad, la navidad que ya no fue blanca, la navidad que cambió las cosas, la navidad presentida en el poema. Aquella Nochevieja que sabía la última, mi padre, gravemente enfermo, me daba sus últimos consejos para cuando él no estuviera, mientras un nudo en la garganta no me dejó articular palabra ni decirle nada, en lo que fue sin duda el trago más duro de toda mi vida. Por la noche, cuando terminamos de cenar y mi hermano fue el primero en ir a verle a su dormitorio, le dijo que se encontraba “bien, aunque me sentía un poco solo” y le ordenó: “mira a ver, que en la librería habrá unos puros para cuando vengan tus primos”. Mis primos, dadas las circunstancias, no tenían intención de venir a festejar nada y menos a fumar delante de mi padre. Hubo que llamarles para que hicieran de tripas corazón y vinieran un año más a ver a su tío, al que el cáncer se iba a llevar pocos días después.
Ya nunca me reconcilié con las navidades. Supongo que sólo los hijos te reconcilian con ellas tiempo después.
Los siguientes años, las fiestas y la ilusión tenían ya nombre vasco de mujer. Y mis mejores recuerdos son cuando me decían “te ha traído un detallito el Olentzero”, o cuando nos íbamos a Bilbao y los carteles te deseaban “zorionak eta urte berri on”, cuando paseábamos en vísperas de Reyes por el botxito iluminado hasta llegar al Arenal, y me encantaba cómo cada rincón que formase parte de su vida pasaba a ser parte de la mía. También recuerdo con especial cariño aquella Nochevieja en que la nieve nos dejó atrapados en Madrid y los dos solos en casa, tuvimos una cena improvisada a toda prisa que a mí me pareció maravillosa.
Cuando ya no tuve pareja, cenaba con mi familia en Nochebuena y Nochevieja y luego me escapaba a vivir los Reyes con mis amigos Mario y Clara, a revivir aquella vieja ilusión ahora en los ojos de su hija, Cristina.
En los últimos años, tras la cena familiar de Nochebuena, me marcho de viaje fuera de España. Ahora la mejor opción me parece aprovechar estos días para desconectar, porque viajar es una de las cosas que más me divierte. Pero es verdad, por qué no reconocerlo, que esos viajes tienen también mucho de huida.
Porque ya no tengo esa maravillosa inconsciencia de los dieciocho años, ese valor para salir al escenario de la vida y, sin importarme nadie ni nada, recitar otra vez aquellos versos de Gradolí:
Hoy te recuerdo
como nunca pensé podría hacerlo...