La noche de fin de año, en un pueblecito perdido y nevado, me formulé mis buenos propósitos para 2010. Mientras otros se prometen mejorar su inglés, hacer yoga, ir al gimnasio o comer sano, a mí me tocaba fijar como uno de los objetivos para este año el intentar no autoengañarme.
Ahora ya no me va a quedar más remedio que cumplirlo. Con un aviso imposible de ignorar, con argumentos incontestables, me acaban de poner deberes: tengo que reordenar mi vida. Nada más y nada menos. Pues hala, a bajarse de la burra, con lo que a veces cuesta.
Así que ayer por la tarde me dio por ordenar algunas cosas en mi casa. Sí, ya sé que no es lo mismo ordenar tu casa que ordenar tu vida. Pero es un primer paso para irme mentalizando. Por algún sitio hay que empezar y es más fácil hacerlo por fuera, por lo inmediato que me rodea, que comenzar por dentro de uno mismo, que siempre da más miedo.
Por suerte, parezco casi sanado de mi histórico síndrome de Diógenes y ya no considero que absolutamente todo, cada papel y cada objeto, merezca la indiscutible categoría de recuerdo. Ahora soy capaz hasta de tirar algunas cosas sin demasiados remordimientos. Y la destructora de papel ayer no dio abasto.
Lo de poner orden en mi leonera produce una sensación parecida a cuando antiguamente cambiabas de agenda y, al prescindir de nombres que ya no significaban nada y abrir hueco para nombres recién llegados, te dabas cuenta de todo cuanto calladamente había ido mutando en tu vida.
Ayer, trataba de seleccionar y dotar de alguna sistemática a papeles personales amontonados sin concierto durante meses, mientras lo profesional -que sí exige diariamente un orden inaplazable- invadía casi todo mi tiempo. Y allí estaban, conviviendo hacinados, recibos de suministros, las instrucciones de mi cámara de fotos nueva, un billete del AVE a Barcelona, un saludo afectuoso de Gioconda Belli, la solicitud de abono del Atleti, la página de Flavia Company que leí el día de Sant Jordi, muchas notas sueltas sobre las cosas más variopintas, el anuncio de una conferencia de Galeano, la nota manuscrita que aquella chica metió bajo mi puerta en un hotel, el informe de Ayuda en Acción sobre un proyecto en Honduras, un catálogo de música étnica, un folleto de la ciudad de Lugo, algunos recortes de periódico de artículos que me interesaron, mil y un recuerdos de Argentina y de Tailandia... y así hasta varios kilos de papeles.
Entre ellos había muchos –demasiados- restos de tiempo perdido. Perdido a veces en causas, en proyectos y en personas que ahora sé que no lo merecieron. Aunque quizá todo sea un aprendizaje vital. Estaban también los testimonios de ilusiones en las que sí me he reconocido. He encontrado reflejos de mucho esfuerzo. Y me he topado, claro, con buenos recuerdos: de espectáculos, de cenas, de salidas con alguien, de viajes inolvidables... Hasta tenía -en la era del correo electrónico- algunas cartas postales: felicitaciones convencionales, o cartas divertidas, o cartas muy cariñosas.
Había entre medias muchos papelitos con teléfonos. Algunos han significado algo, otros son perfectamente prescindibles. Y, de pronto, allí estaba: su nombre, su teléfono, su correo. Aquella noche y todo lo que vino después, lo bueno y lo malo. Tenerlo entre mis manos me produjo una sensación extraña, de sentimientos contradictorios pero intensos, de vivencias amontonadas, de enorme ternura. Qué distinta trascendencia puede tener un mismo gesto: una persona te extiende un papel manuscrito y meses más tarde no recuerdas de quién se trataba; otra persona te extiende un papel manuscrito y cambia tu vida.
Desentrañando tan heterogénea montaña, se me ha nublado la mirada en algunos momentos. Me he enfadado conmigo mismo a ratos. Pero también he sonreído abiertamente en varias ocasiones. Me temo que tengo que cuestionar parte de lo que ha constituido mi vida y, como en el If de Kipling, sacar fuerzas para, en algunos aspectos, empezar de nuevo. Y me he vuelto a decir a mí mismo algo que me repito con frecuencia: que soy un privilegiado por las personas que tengo cerca.
(Fotografía del autor)