He dedicado ya en este blog varias entradas a cantantes lamentablemente fallecidos –Joan Baptista Humet, Antonio Vega, Mercedes Sosa- cuya trayectoria musical había seguido con interés y admiración. Autores o intérpretes cuya obra coincide con mis gustos musicales, nombres que han tenido significación para mí.
Pero están luego esos otros cantantes cuyas creaciones o interpretaciones no están entre lo que escucho habitualmente ni se corresponden con lo que realmente me gusta, pero que, cuando fallecen, uno de pronto recuerda que sus canciones estuvieron ocasional e inevitablemente presentes en algún momento de su vida.
Luis Aguilé, cantante argentino afincado en España, era autor de muchas canciones ligeras que a mí no me llaman la atención en absoluto, como La Chatunga, Juanita Banana, El Tío Calambres y cosas así. Pero de niño me gustaba ver su programa El Hotel de las mil y una estrellas, supongo que porque me resultaría entretenido o curioso para mi mentalidad de entonces. Siempre lo recuerdo como uno de los personajes más parodiados de la época: desde Fernando Esteso hasta Martes y Trece, todos cayeron en la tentación de colocarse unas gafas, un sombrero y unas corbatas gigantescas para imitar su peculiar estilo. Con todo, alguna de sus canciones más livianas –por ejemplo, Es una lata el trabajar-, aun cuando carezca de pretensiones, suena simpática y me parece que no tiene nada que envidiar a algunos temas que se entronizan hoy como reyes del verano de forma machacante y son de mucho peor gusto y calidad. En Madrid coincidí una vez con él en un homenaje a Eva Perón y tuve oportunidad de saludarle brevemente. Pero sí hay que recordar que Luis Aguilé es autor de una canción muy sencilla que, sin embargo, sí forma parte de la memoria de casi todo el mundo y que para algunas personas es casi un himno: la emotiva Cuando salí de Cuba:
mi corazón no lo tengo aquí…
Hay un mundo inmenso que hay que cuidarlo.
(…)
No hay quejido negro, ni canto blanco,
hay solamente quejido y canto.