De niño yo estuve en Bruselas sin salir de mi pueblo. Aquella mañana, después de la final de la Copa de Europa, mi padre me contó lo que había pasado en el partido, reviviéndolo con todo detalle.
El Atleti se enfrentaba al Bayern de Munich. El árbitro había pitado falta a favor del Atlético al borde del área. La tiró Luis y, en cuanto superó la barrera, alzó los brazos celebrándolo porque sabía que iba a entrar.
En el bar de mi familia, el Pinarsol, todo el mundo cantó aquel tanto, que parecía destinado a convertir al Atlético de Madrid en campeón continental. Alguien se acercó a la máquina de discos, echó una moneda, y puso el himno. Todo era una fiesta. “Qué alegres son los colores de tus rayas rojiblancas…”. No se vayan a creer que había varios himnos de equipos de fútbol. Se podía elegir entre Fórmula V y Los Diablos, entre Mocedades y Los Chichos, o entre Bob Dylan y los Rolling…, pero estaba disponible un único himno deportivo: el del Atleti, un single de vinilo que aún conservamos.
A aquel encuentro le sobró medio minuto, ese último suspiro en el que los alemanes consiguieron un empate inverosímil que enmudeció cientos de miles de gargantas de rojiblancos en el estadio y ante el televisor.
Cuarenta años después, la Peña
Los 50, a la que tengo el honor de pertenecer, decidió que los protagonistas de aquella final bien merecían un homenaje.
“¿Por qué –dijo Luis Aragonés cuando le expusieron la idea hace ya tiempo-,
si somos viejos y además perdimos?”. Porque habían ganado una liga la temporada anterior. Porque consiguieron llegar hasta ahí, a la final de la Copa de Europa. Porque luego ganarían la Copa Intercontinental. Porque hicieron soñar a una afición. Porque, como decía el presidente de la peña, Bernardo Salazar, es mentira que sólo se haga historia cuando se gana.
Entonces ni siquiera podíamos sospechar que ese acto se iba a celebrar en vísperas de que el Atleti vaya a disputar, cuatro décadas después, otra final del mismo torneo.
Muchos de esos jugadores hacía años que no se veían. En Madrid se han vuelto a juntar, han recordado, se han reído, se han emocionado, se han sentido arropados y queridos. Ha sido un reencuentro hermoso, unos días mágicos con un emotivo acto central en un Cine Proyecciones abarrotado.
Reina, Melo, Capón… Si escucho aquellas alineaciones, cada uno de sus nombres lo recuerdo con la voz de mi padre. Poder compartir mesa, cerveza y conversación con los ídolos de mi infancia ha sido un privilegio.
Cuando coleccionaba cromos, cuando los cambiaba con los amigos del colegio, cuando jugaba al balón en las calles del pueblo soñando con ser como el Ratón, aquel pequeñajo nunca imaginó que, cuatro décadas después, se lo podría contar al propio Rubén Ayala, que sonreiría complacido.
Decía un diario deportivo que entre mis compañeros de Los 50 hay figuras de la comunicación, del deporte, de la cultura… Pero no saben lo más grande: hay expertos en hacer realidad los sueños.
Con la ilusión y la sonrisa de niño que aún no se me ha borrado, sólo tengo una palabra: gracias.