Desde hace algunos meses en este blog aparece un banner de la
campaña contra la Directiva comunitaria que pretende consagrar la jornada laboral máxima de 65 horas semanales. Algunos amigos bromeaban conmigo por ello, porque saben de mi exceso de trabajo profesional, y yo siempre les contesto con la misma ironía: “
No, hombre, es que a mí me parece poco. Como lo aprueben me hacen polvo, yo necesito más tiempo. Por eso he puesto lo de '65 horas, ni de coña'…”.
Pero, dejando de lado estos chascarrillos entre amigos, la cuestión tiene una seriedad y una trascendencia que creo no estamos sabiendo calibrar suficientemente.
Ayer, 7 de octubre, coincidiendo con la
Jornada Mundial por el Trabajo Decente se llevaron a cabo algunas manifestaciones contra esta nefasta Directiva Comunitaria, que pretende ampliar desmesuradamente la jornada de trabajo.
Pero este debate (casi inexistente en la calle, donde la medida se toma, en efecto, como un disparate, pero a la vez como anecdótica, porque a los españoles supuestamente no va a afectarnos) no ha sido noticia de portada en ningún medio de comunicación. Y, no lo duden, esto es mucho más importante para nuestras vidas que ampliar el Fondo de Garantía de Depósitos, que la sentencia de la operación
Nova, que analizar si Biden estuvo mejor que Palin en el debate electoral norteamericano, o infinitamente más importante que las lesiones en la selección española de fútbol ante el partido contra Estonia. Muchísimo más.
Ni la mayoría de los medios de comunicación (que tienen la obligación de informar, e incluso de contribuir a formar la opinión pública, esto es, alentar e ilustrar el debate social cuando el asunto lo merece), ni siquiera los sindicatos (que deberían representar con mucha mayor convicción los intereses de los trabajadores y poner toda la carne en el asador ante un asunto de esta envergadura) ni tampoco los ciudadanos de a pie (siempre distraídos con otras cuestiones mucho más intrascendentes) están prestando la suficiente atención a esta Directiva, que supone un recorte muy serio de una conquista social -la limitación de la jornada de trabajo- que costó siglos de concienciación, de luchas y de sacrificio.
Entre los argumentos de los defensores de este despropósito se apunta que es necesario flexibilizar los límites de jornada en determinados sectores o profesiones que lo precisan por su propia naturaleza (horarios de guardia o cuestiones similares). Pero ocultan que esa flexibilidad ya existía sin necesidad de la nueva Directiva. Tanto la legislación nacional de nuestro país como las normas europeas admiten la posibilidad de jornadas especiales de carácter sectorial. Y, en todo caso, el argumento es falaz: la excepción no puede convertirse en regla. Si es preciso, contémplese la excepción, pero que no se generalice.
Otro argumento, más peligroso aún, es que con la nueva regulación no se obliga a nadie a trabajar 65 horas, que eso sólo sucederá cuando el trabajador así lo acepte. Esta afirmación de apariencia tan simple se carga, de un plumazo, todo el armazón del Derecho Laboral.
El Derecho Laboral continental y, desde luego, el español, parten de la base de que, a diferencia de otras ramas, como el Derecho Civil, aquí no estamos ante una contratación entre partes iguales, sino que hay una parte más débil que merece ser especialmente protegida. Este principio básico implicaba que no pudieran negociarse individualmente cualesquiera condiciones, sino que existieran unos mínimos imperativamente fijados por la Ley. Y llevaba a que, respetando esos mínimos legales, pudieran convenirse condiciones, pero no mediante pacto individual, sino mediante los procesos de negociación colectiva, de forma que los trabajadores, agrupados en sus representaciones sindicales, pudieran cobrar mayor fuerza.
Ese argumento, que ahora esgrimen los
euroburócratas del capitalismo europeo para recortar un derecho ya reconocido -y, lo que es más preocupante, para dinamitar de paso la base teórica de nuestro Derecho Laboral-, podría servir en el futuro para abolir igualmente otras conquistas sociales hoy proclamadas en la normativa comunitaria, como los salarios mínimos, las vacaciones o la protección social. ¿Por qué fijar un salario mínimo obligatorio? Que quede al pacto individual de las partes y, si el asalariado acepta trabajar por una miseria, nadie le ha obligado a ello. ¿Por qué preceptuar que existan vacaciones? Si el trabajador está de acuerdo en no disfrutarlas, es libre de hacerlo, para qué se le va a obligar a descansar si él no quiere. Y si al trabajador le da igual tener Seguridad Social que no tenerla, pues que la empresa no esté obligada a cotizar porque, si él acepta voluntariamente no contar con esa cobertura, no tiene sentido imponérsela… Nuestro Derecho parte de la tesis contraria a tales aseveraciones: la de que, en estos casos, la parte débil, la persona que necesita el salario para su propio sustento personal y familiar, podría verse forzada por la necesidad (siempre, pero muy especialmente en épocas de crisis o de desempleo en las que la oferta de mano de obra sea superior a la demanda) a aceptar la imposición de condiciones abusivas. La historia nos enseña que esto es mucho más que una suposición. Y por eso, las conquistas sociales, durante los precedentes siglos XIX y XX, han ido en la dirección de garantizar por ley una serie de condiciones dignas y convertirlas en derechos irrenunciables. Esto es, ni aun aceptado de forma teóricamente voluntaria por el trabajador, sería válido un pacto de renuncia a derechos tales como el salario mínimo, la jornada máxima, la limitación de horas extraordinarias, las vacaciones pagadas, el descanso semanal, las garantías en la contratación o en el despido, la protección del empleado menor de edad y un largo etcétera de avances sociales. Al menos hasta ahora, insisto, esa concepción era el pilar sobre el que descansaba todo nuestro Derecho Laboral.
Que la Unión Europea abandere en estos momentos, empezando por la jornada (pero estoy seguro de que, una vez sentado el precedente, la misma argumentación se aplicará a otros aspectos de la regulación laboral), la vuelta a la
ley de la selva del liberalismo decimonónico en materia laboral es altamente preocupante. Y que toda la sociedad y la ciudadanía europea no se hayan puesto ya en pie con decisión ante semejante disparate, que supone un importantísimo retroceso y que acaba con siglos de esfuerzos para conseguir un marco laboral humanizado, es aún más preocupante. Si cuela esto, puede colar ya cualquier cosa. Y ahí está en juego nuestra propia dignidad, nuestro tiempo, nuestro espacio personal y familiar, nuestra calidad de vida, que es tanto como decir nuestra posibilidad de realización personal. Yo soy profesional, no soy empleado por cuenta ajena, es decir, que no me incumbe individualmente, pero no me puede ser ajeno ni indiferente el vivir en una sociedad más justa o menos justa, no puedo admitir como normal que los seres humanos vivamos exclusivamente para trabajar, que seamos sólo carburante para una maquinaria económica.
El gobierno español mantiene una
postura ambigua pues, aunque nominalmente se opone, en la práctica no ha hecho lo posible para bloquear la iniciativa e incluso intenta quitar hierro al asunto, asegurando que en España no tendrá efecto práctico. ¿Seguro? Es cierto que no es nada previsible que el actual ejecutivo cambie la normativa interna en este aspecto –aparte de que no lo deseen, supondría un escándalo e implicaría un elevado coste político- y debe tenerse en cuenta que la Directiva, aun permitiendo ampliar la jornada máxima, no obligará a ello a los Estados. Pero, ¿este gobierno piensa estar en el poder eternamente? ¿O es que considera que está en condiciones de poner la mano en el fuego por todos los gobiernos que haya en el futuro, sean del signo político que sean y sean cuales sean las circunstancias socioeconómicas con las que se encuentren?
En una economía globalizada, cualquier disminución de las garantías laborales en un país cercano nos repercute, querámoslo o no: incide en la competencia y provoca a la postre deslocalización. Si en otro país las empresas encuentran mano de obra que puede trabajar legalmente 65 horas semanales sin trabas, ¿para qué van a instalar sus empresas en un Estado donde “
sólo” tiene permitido trabajar 40? Esa situación es la que puede acabar afectando a nuestra economía, de manera que -igual que ahora los empresarios aprovechan la crisis para volver a pedir el abaratamiento del despido-, ante una coyuntura como la apuntada, se podría llegar a presionar para aumentar la jornada en nuestra legislación, e incluso presentarlo como una exigencia de necesaria modernización y de homologación con Europa. Pretender que nuestra realidad nacional está blindada y que la Directiva es inocua para los españoles es desconocer la realidad mundial o querer engañarnos deliberadamente.
Si yo me siento razonablemente satisfecho de vivir en Europa no es sólo, ni siquiera fundamentalmente, por su desarrollo económico. Es porque, a pesar de los muchos pesares, me siento ciudadano en un espacio de derechos que hasta ahora avanzaba. También la misma o mayor prosperidad económica existe en EE.UU., por ejemplo, y sin embargo mi preferencia por el marco europeo se debe claramente a otros factores. Habíamos sido capaces de crear un ámbito con unos derechos políticos elementales (Estados formalmente democráticos, garantistas, con sistemas judiciales mediantemente fiables, sin Guantánamos ni pena de muerte…) y con una serie de derechos sociales garantizados (salarios mínimos, jornadas máximas humanizadas, despido regulado y no libre, seguridad social…) que nos convertían, aun con todas las carencias y deficiencias que conocemos, en el espacio geopolítico socialmente más avanzado del mundo. Muy perfectible, sin duda, pero el menos malo.
Se suponía que Europa tenía ya consolidado todo esto y estaba inmersa a estas alturas en otro debate social. El de tratar de conseguir que mayor productividad no necesariamente significase mayor tiempo de permanencia en el puesto de trabajo. El de avanzar en las medidas de conciliación entre la vida laboral, personal y familiar… Y, de pronto, nos encontramos con una Directiva como ésta, que camina en sentido opuesto y que implica un retroceso social alarmante.
Por eso no es casualidad que esta lamentable norma no haya venido sola. Al mismo tiempo, ha continuado la tramitación de la otra
Directiva de la vergüenza que permite el internamiento de los inmigrantes durante varios meses, sin un plazo claro para el control judicial de la medida, y que permite la deportación sin las suficientes garantías jurídicas. Y, mucho más desapercibida aún, sigue también su tramitación una tercera
Directiva que posibilitará que las autoridades administrativas puedan espiar al usuario europeo de internet.
Hay fundados motivos para pensar que la Europa de los derechos sociales y las libertades está siendo seriamente cuestionada por la burocracia de Bruselas, aprovechándose de una ciudadanía falta de información y de concienciación, claramente desmovilizada, y aprovechándose de que no existen sindicatos y organizaciones cívicas o políticas que, en el marco comunitario, se muestren capaces de alzar suficientemente la voz e impulsar medidas contundentes frente a semejantes atropellos.
Yo creo que la
Confederación Europea de Sindicatos debería estar ya concienciando a la opinión pública del continente, dando la voz de alarma sin sordina, desde una postura de fuerza, dialogando con todos los grupos del parlamento europeo, pidiendo negociar con las autoridades de la UE la inmediata retirada de esta medida y, en caso de no encontrar receptividad, impulsar medidas de presión de suficiente peso, sin descartar incluso una huelga general europea.
Bruselas no puede seguir pretendiendo construir el edificio de la Unión de espaldas a los ciudadanos. Pero, menos que nada, recortar conquistas sociales que nadie nos regaló y que los europeos no nos deberíamos dejar ahora arrebatar tan fácilmente.