El otro Sastre

Un ciclista madrileño de nacimiento pero abulense de adopción y de sentimientos, Carlos Sastre, acaba de proclamarse vencedor del Tour de Francia, con una brillante actuación en la montaña y una dignísima contrarreloj.

Pero detrás de los grandes titulares a veces hay labores calladas que no se aprecian tanto a primera vista.

El Barraco es un pueblo que está relativamente cerca del mío. Algunas veces he pasado -e incluso parado- por allí, pero creo recordar que siempre con destino a otros lugares. Yo le tengo a ese pueblo un cariño totalmente subjetivo y arbitrario, por motivos que a ustedes les parecerán intrascendentes: primero, cuando yo era niño los pasteles que se vendían en el bar de mi padre eran de La Barraqueña y todavía hoy Jesús, el pastelero de El Barraco -toda una institución y un personaje-, instala cada año en las fiestas patronales de El Hoyo de Pinares un establecimiento que es de obligada visita; segundo, conozco al alcalde de El Barraco, José M. Manso, y me parece, ante todo, buena gente; y tercer motivo: una de las primeras chicas de las que estuve enamorado en mi vida era barraqueña (ufff, ¿qué habrá sido de ella?). Así que me cae bien El Barraco básicamente porque me da la gana, porque casi todo lo que me evoca es positivo.

Que de El Barraco, pueblo que tendrá unos 2.000 habitantes, saliera un ciclista como Ángel Arroyo puede ser pura casualidad, de acuerdo. Pero que, en los siguientes años, hayan salido de ese pequeño pueblo ciclistas de la talla de Francisco Mancebo, Pablo Lastras, Curro García, David Navas y, sobre todo, José María Jiménez, el Chaba, y Carlos Sastre, ¿ustedes creen que es pura casualidad? Yo sospecho que no. El Barraco no es un pueblo donde se dan los ciclistas por generación espontánea como en otros sitios salen las setas. Que este municipio abulense sea posiblemente la localidad con mayor índice de ciclistas profesionales de todo el mundo no es puro azar, hay algo detrás.

Y ese algo me parece a mí que tiene nombre y apellido: Víctor Sastre, el padre del campeón del Tour.

Víctor creó en el pueblo una Escuela de Ciclismo. Sus objetivos eran más sociales que deportivos: intentar alejar a los jóvenes de la droga, ofrecerles una alternativa de ocio, enseñarles los valores de la ilusión, el respeto, el sacrificio… Pero luego llegaron también los éxitos deportivos. Víctor ha mantenido la Escuela –primero como Peña, luego como Fundación- contra viento y marea durante más de veinticinco años. No soy entendido en ciclismo, no conozco en profundidad la trayectoria de esta entidad y no podría informar con detalle de la labor que se hace en la misma. Pero por sus obras los conoceréis y a los resultados me remito. Sin grandes medios, humildemente, ahí está el palmarés nacional e internacional de sus destacados alumnos.

En mi etapa como teniente de alcalde, yo era delegado del área de cultura y deportes. Dentro del programa de actividades de verano, organizábamos anualmente el Trofeo Escuelas de Ciclismo Villa de El Hoyo de Pinares, a través de nuestros amigos del Velo Club Ávila, una prueba puntuable incluida en el calendario oficial de Castilla y León y que, por desgracia, nuestros sucesores al frente del gobierno municipal se encargaron de hacer desaparecer, como tantas cosas. Allí coincidía cada año con Víctor Sastre, le saludaba y cambiábamos impresiones. No le traté en profundidad, pero la sensación siempre fue que estaba ante un caballero. Un hombre con espíritu no sólo deportista sino, lo que es mucho más importante, deportivo, esto es, que enseñaba a sus chicos el compañerismo, el esfuerzo, la limpieza, la elegancia de saber ganar y saber perder.

El otro día, cuando Carlos Sastre cruzaba la meta, me alegré mucho por este ciclista abulense. Pensé en que para llegar ahí había precisado muchos años de esfuerzo, de sacrificio y de superación personal. Pero también tuve la certeza de que, detrás de ese triunfo, sin duda estaba también la labor rigurosa, entregada y tenaz desarollada durante tantos años por Víctor Sastre.

(Fotografías:
- Víctor y Carlos Sastre, foto de la agencia Reuters publicada en varios medios.
- Pregón de Fiestas 1999 en El Hoyo de Pinares, de Manuel Tabasco, corresponsal de Diario de Ávila. Aparezco presentando a Chaba Jiménez en la apertura oficial de unas fiestas que nunca se perdía: en cuanto terminaba la Vuelta a España ya estaba por allí. En 2004, en la presentación de otro pregón de fiestas, lamentablemente ya no pudo estar más que en el recuerdo cariñoso de mis palabras y en el aplauso cálido de toda la gente que abarrotaba la plaza).

Concierto de Pablo Milanés


Una tarde de un viernes, hace algunos años, Clara le dijo a Mario algo parecido a esto:

- Estoy harta de trabajar. Además me tienes puesto toda la tarde a Pablo Milanés y me está dando el bajón... Podíamos irnos al pueblo y así nos despejamos. Pasamos a ver a Carlos por su oficina y quedamos con él para cenar.

Dejaron de trabajar, cogieron el coche y se fueron de Brunete a El Hoyo de Pinares.

Cuando llegaron a mi despacho, yo tenía puesta música mientras trabajaba. ¿Qué piensan que estaba escuchando?... Sí, a Pablo Milanés.

- Es que no me lo puedo creer –le decía Clara a Mario-, mira lo que tiene puesto. No se puede huir de él. Si es que sois iguales, macho...

Ayer sábado, aprovechando que terminé el plazo fiscal y que ya queda muy poco de esta agotadora recta final de trabajo de julio, tenía previsto ir a celebrarlo con unas cañas con Carlitos C. Pero por la tarde salta la sorpresa:

- Todavía quedan algunas entradas para el concierto de Pablo Milanés de esta noche. ¿Te apetece?
- Ni lo dudes.

En ese ratillo que tardó en preguntarme, se reservaron las localidades que quedaban y cuando volvió a mirar sólo había ya una para estar sentados.

- ¿Pillo dos entradas de pie?- Como quieras. A mí no me importa.

Y las reservó. Estuvimos todo el tiempo con retranca, porque en estos conciertos de tranqui no parece que pegue mucho que haya una serie de gente de pie al lado del escenario.

- Vamos a ponernos por aquí a resguardo, por si los fans más radicales deciden saltar, jajajajaja.
Una parte amplia del público –entre la cual, por supuesto, nos encontrábamos- demostró su inteligencia y se sentó en el suelo. No había apreturas y perfectamente podíamos haber seguido el concierto así si todo el mundo hubiera hecho lo mismo. Pero había una minoría –las chicas con vestidos blancos, sobre todo- que no estaban muy por la labor, así que no tuvimos más remedio que levantarnos todos, porque en cuanto hubiera gente de pie delante ya no era posible verlo.

En la parte final del concierto todo el público de las localidades se puso también en pie para ovacionar al intérprete.

- Pero hombre, ¿para qué pagais entrada de sentados si luego termináis todos así?

Entre los variopintos habitantes de nuestra zona junto al escenario teníamos a un doble de Pablo Milanés algo más joven, del que rápidamente dijimos que era el hermano pequeño del cantante. Entre las risas del respetable, le bautizamos como Juanjo Milanés. El tipo vibraba con el concierto de su hermano y ya nos encargábamos nosotros de hacer los oportunos comentarios sarcásticos.

Teníamos también por allí el típico pesado que sólo conoce una canción –casualmente siempre es la última que va a cantar el artista- y se pasa todo el concierto pidiéndola a voces.
A Carlitos se le colocó a su derecha la chica que había ido sólo por acompañar a la amiga y que se estaba quedando dormida de pie, mientras yo tuve mejor suerte y a mi izquierda tenía a una chica muy guapa entregada por completo a la música de Pablo.

Nunca hubiera pensado que se pudiera bailar en un concierto de Pablo Milanés, pero la verdad es que cuando introducía ritmos cubanos y percusión -por ejemplo, en De qué callada manera- la gente –sobre todo las chicas cubanas- se movían y nosotros… acompañábamos el ritmo levemente con los pies.

Al final, fue un acierto verlo desde ahí, porque estábamos a escasos metros del intérprete, teníamos muy buena visibilidad, la acústica estaba fenomenal (si estás muy cerca a veces el sonido puede ser abrumador y no era el caso) y, con hora y media aproximada, el concierto no tuvo una duración que resultase cansada. Lo acompañamos, además, con unas cervecitas para hacerlo más llevadero y teníamos más movilidad para acercarnos al bar que en una localidad donde para salir molestas a todos los de al lado, tienes que bajar escaleras, etc.

Dentro de Los Veranos de la Villa el Ayuntamiento de Madrid ha programado en los patios de Conde Duque este año una magnífica selección musical: Diana Krall, Gloria Gaynor, Los niños cantores de Viena, María Dolores Pradera y los Sabandeños, Chick Corea, Kepa Junquera, Mariza, Loreena McKennitt, Franco Batiatto, Jarabe de Palo, Toquinho y María Creuza, esas dos artistazas que son Estrella Morente y Dulce Pontes, George Moustaki, los grandes del Gospel, Rubén Blades, Jaime Urrutia y Burning…, entre otros.

El concierto de Pablo Milanés, fantástico. Muy buen acompañamiento musical, con percusión a la cubana, saxo, bajo, batería, teclados, violín… Las letras, como siempre, excelentes. Y la personalísima voz de Pablo sigue muy en forma.

Presentó las canciones de su último disco, Regalo y recordó muchas de los inmediatamente anteriores.

Pablo ha adoptado públicamente ahora una posición más crítica con el régimen cubano. Desde dentro, ciertamente, pero apostando por la evolución. Fue significativo que dejó en el tintero todos sus temas más políticos de años anteriores (Amo esta isla, No vivo en una sociedad perfecta, Tengo, Yo me quedo y otras que respondían a ese mismo discurso) y cobraron protagonismo nuevas canciones donde asoma la duda o el cuestionamiento de algunos aspectos del modelo, como Diario de Mauricio (“dedicado a este compañero, que era de los pocos que no siempre levantaba el dedo en las asamblea del Partido Comunista Cubano y que eligió vivir con dignidad”), La libertad y, sobre todo, por ser más explícita, Dos preguntas de un día (dos preguntas que confluían en una sola: ¿Valió la pena?).

Aunque intercaló alguno antes, reservó la parte final del concierto para sus éxitos más recordados. Cantó, entre otros, Mírame bien, Años, Si ella me faltara alguna vez, El breve espacio en que no estás, De qué callada manera, Yolanda, Para vivir y Yo no te pido, con la que cerró la actuación con un público entregado.

Una delicia de concierto.
Por si a alguien le apetece recordarlas y disfrutarlas, dejo aquí cuatro de las canciones que he citado. Una magnífica musicalización de los versos de Jorge Guillén, De qué callada manera ("Quién le dijo que yo era / risa siempre, nunca llanto / como si fuera la primavera. / No soy tanto"):
Yolanda, o como la sencillez puede a veces resultar perfecta ("Si me faltaras no voy a morirme. / Si he de morir, quiero que sea contigo"). Hay varios videos en internet con la canción completa, cantada por Pablo y a veces a duo con otros intérpretes, los hay también a cargo de otros cantantes, e incluso en otros idiomas. Este video lamentablemente está incompleto, falta una estrofa del principio, pero lo cuelgo porque me parece una preciosa versión por los arreglos musicales y por la voz femenina (que no sé quién es, por cierto):

Para vivir, que es una maravilla ya desde la introducción al piano. Hace años Aute aseguraba que, en su opinión, es una de las tres mejores canciones de amor de la historia, junto con Yesterday de The Beatles y Ne me quitte pas de Jacques Brel:

Y ese hermoso canto al amor del momento sin tener en cuenta el qué dirán, los formalismos o la incertidumbre del futuro, Yo no te pido ("Sigue llenando este minuto de razones para respirar..."). Esta grabación es antigua, nada menos que del programa Aplauso de TVE:

Restos del naufragio

"Y la ternura, leve como el agua y la harina.Y la palabra apenas comenzada en los labios.
Ése fue mi destino y en él viajó mi anhelo, y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio! "
-Pablo Neruda-

Sabía que tenía que haberse dado media vuelta en lugar de embarcarse. Que era muy probable ese desenlace. Se lo repitió en voz alta muchas veces, pero no logró tener poder de persuasión consigo mismo. Sólo podía pensar en el momento… Y quién podía resistirse a mirar la luna llena desde la pequeña barca.

Ahora, nadaba casi sin ganas, pero finalmente alcanzó la orilla.

Solo, tumbado, cansado, sin levantar apenas la cabeza, dirigió una mirada rápida a su alrededor. Hizo mentalmente recuento. Las pérdidas eran importantes.

Esa sonrisa que le hacía más felices los días. La telepatía que al principio les sorprendía y luego tantas veces les hizo reír. Dos páginas en internet siempre abiertas en paralelo, los juegos y los comentarios cruzados. Los guiños que sólo ellos entendían, a cualquier hora del día o de la noche. La mirada perdida. La ilusión casi adolescente. Esperar un mensaje ansiosamente. Dos cafés con hielo. Las conversaciones prolongadas. Ponerse al día: tantos años sin conocerse y parecía que las piezas encajaban como si cada uno hubiera estado siempre ahí, en la vida del otro. La forma tan particular de correr el tiempo, que nunca era normal cuando estaban juntos. Aquellas palabras escuchadas de ella, aquellas palabras pronunciadas por él. El deseo imperioso de abrazarla. Recorrerla y amarla lentamente como ya no ocurriría. Esos viajes que nunca harían juntos, esos rincones que no serían ya comunes. La fuerza que le daba saber que ella estaba cerca para afrontar, alegre, la vida con más ganas… No quiso seguir haciendo inventario. Definitivamente, las pérdidas eran importantes. Para ambos.

Pensó también en lo que se había salvado del naufragio, en lo que quedaba. Sólo tendría que encontrar tiempo y ánimo para ponerlo en orden.

Ahora, debía sacar fuerzas para volver a empezar. Y para reinventar su vida, porque no quería sencillamente regresar sin más a algo que ya sentía, irremediablemente, como pasado.

Se sorprendió a sí mismo riendo, al recordar alguna ocurrencia de ella. Luego notó que el corazón le dolía y no se contuvo. Por una sola vez, no para instalarse en la tristeza, sino para soltar lo que llevaba dentro y pasar página a continuación. Porque los hombres sí lloran y, si no, peor para ellos.

Ese dolor que ahora le punzaba le recordaba que estaba vivo. Que durante apenas unos meses había vuelto a sentirse feliz y apasionadamente vivo. Tenía que darse más oportunidades -a sí mismo y a los demás- para que esto no fuera excepcional.

Se acordaba siempre de la frase. La decían en un capítulo de Ally McBeal: si miras hacia atrás y hay un tiempo en el que no has reído y no has llorado, es que ese tiempo no ha merecido la pena.

(Fotografía: Patera en la playa, de Chodaboy, de la galería de imágenes Creative Commons de Flickr).

Todo lo que escribí me lo dictó tu sonrisa

Una preciosa canción de Francis Cabrel, L'encre de tes yeux, que me ha hecho compañía en determinados momentos.

El disco lo compré en París hace unos años. Cabrel (el mismo de La quiero a morir) llegó a cantar una versión de este tema en castellano (creo que la tituló Todo aquello que escribí) pero, como suele ocurrir, es mucho mejor el original.

“Puisqu'on ne vivra jamais tous les deux,
puisqu'on est fou, puisqu'on est seuls (…)
j'aimerais quand même te dire:
tout ce que j'ai pu écrire
je l'ai puisé à l'encre de tes yeux.

Je n'avais pas vu que tu portais des chaînes.
Á trop vouloir te regarder,
j'en oubliais les miennes (…)
J'aimerais quand même te dire:
tout ce que j'ai pu écrire
c'est ton sourire qui me l'a dicté.

Tu viendras longtemps marcher dans mes rêves,
tu viendras toujours du côté où le soleil se lève.

Et si malgré ça j'arrive à t'oublier,
j'aimerais quand même te dire:
tout ce que j'ai pu écrire
aura longtemps le parfum des regrets”.

Pastillas para no sufrir


Tiene ochenta años. Su recuerdo más vivo de cuando era niña es cómo, con ocho años, se aferraba desesperada a la pierna de su madre, a la que no volvería nunca más a ver: se la llevaban a rastras para luego asesinarla. Cuidada por su hermana mayor, padeció la miseria de la posguerra. Décadas después, dejó su pueblo y se marchó a Madrid y tuvo que hacer el esfuerzo de alejarse del que había sido su entorno y adaptarse a una nueva vida urbana, para así facilitar las cosas a algunos de sus hijos. Hace algo más de un año, se pasó meses enteros sin apartarse ni un solo instante del lado de su hija, hasta que vio como el cáncer se la llevaba.


Hace poco coincidí con ella. No me habló de achaques físicos ni de penas del alma, aunque los dos sabemos que ambas cosas existen. Mientras yo me tomaba mi poleo escuchándola, ella me decía contenta que este verano su hijo y su nuera la van a llevar a la playa, junto con su nieta. Me habló de libros. Me habló de amigas. Estuvo recordando la ilusión que le hizo en su día matricularse en educación de adultos, porque así se sacó la espina que siempre había tenido clavada “de poder terminar los estudios primarios, como mis hermanas mayores”. Y me comentaba, también con alegría, que ahora quiere volver a apuntarse a un taller de pintura, porque “pintar era la ilusión de mi vida”.

Yo le decía luego a unos amigos que me quitaba el sombrero ante gente así. Que cada vez admiro más a las personas de esas generaciones cuando hablo con ellas, cuando soy capaz de ponerme por un solo instante en la piel de todo lo que han vivido. Una amiga presente me replicaba. Ella considera que idealizo las cosas. Piensa que esa generación se desenvolvió en tales circunstancias sencillamente porque le tocaron así, mientras que nosotros afortunadamente no las padecemos, pero que otras dificultades diferentes hemos afrontado y que también poseemos esa capacidad de superación.

No estoy tan seguro de ello, la verdad. Escuchaba no hace mucho a la periodista Pepa Fernández sostener que el modelo de vida que se nos ofrece actualmente –un modelo que, a mi juicio, se nos presenta con aspiraciones meramente hedonistas, sin valores- hace que con frecuencia no desarrollemos recursos para sobreponernos a las dificultades cuando éstas llegan. Y yo creo que, en buena medida y con todos los matices que se quiera, no le falta razón.


Uno de las consecuencias de esto es la medicalización de todos los problemas. Como vivo rodeado –en mi entorno familiar y de amigos- por psiquiatras, psicólogos -y otros enfermos, por utilizar el afortunado título de la novela de Rodrigo Muñoz Avia-, a veces sale a relucir esta reflexión. Me cuentan que, cuando recetan un fármaco para paliar unos efectos concretos, no siempre el paciente es capaz de comprender lo que se les quiere transmitir: que esa pastilla le va a ayudar a estar más tranquilo, o a descansar mejor, por ejemplo, pero no le va a solucionar el problema de fondo, el sufrimiento que produce una ruptura de pareja, pongamos por caso, porque ese sufrimiento no es una enfermedad, ni siquiera es una anomalía y, desde luego, no se cura con un medicamento.


Seguro que me puedo llevar más de una regañina de estas personas cercanas por tratar de estos asuntos sin ningún rigor científico ni conocimiento, pero en fin, yo al menos advierto: soy abogado y peatón, no soy psicólogo, no soy psiquiatra y, por tanto, no tengo de esto más idea que lo que escucho, lo que leo o lo que yo mismo veo a mi alrededor abriendo los ojos. O sea, que opino sin saber, como los tertulianos. Avisados quedan si quieren seguir leyendo bajo su responsabilidad. En mi descargo diré que voy a apoyarme en buena medida en juicios de valor de personas que sí son expertas.

Recuerdo que una vez un señor le preguntaba a otro en un bar de mi pueblo: "Oye, Fulanito, ¿tú te acuerdas si nosotros en nuestra época teníamos estrés?", y el otro le contestó: "No nos daba tiempo", mientras todos los presentes nos echamos a reír.

Bromas aparte, me parece que hoy se trata como enfermedades lo que muchas veces no son sino problemas personales o sociales…Es verdad que, a menudo, la línea que separa las enfermedades de lo que no lo son es muy delgada. La tristeza justificada yo creo que no es una enfermedad, pero la depresión sí; estar razonablemente angustiado por un problema real no es una enfermedad, la ansiedad sí; estar fatigado después de trabajar no es una enfermedad, el estrés sí… Es la diferencia que existe entre las causas de fondo -que no son médicas- y los efectos -que a veces sí pueden serlo y otras veces no-.

Eduardo Tejera, presidente del comité de ética asistencial del Hospital Donostia, aseguraba en unas declaraciones periodísticas que “la clave está en que el profesional sanitario indague con el paciente para saber si lo que realmente siente es una enfermedad o más bien una situación normal de su vida”. Pero reconoce que a menudo “faltan tiempo y medios humanos en un sistema sanitario cada vez más exprimido” y que, salvo excepciones, muchos médicos “claudican ante el paciente. Es muy difícil luchar contra la idea que impera en la sociedad de que todo se cura con pastillas. La medicina y los medicamentos no son capaces de solucionar todos los problemas. Ni el médico es un dios ni los medicamentos son pócimas mágicas para la vida”.

“Hay dos vías que favorecen la psiquiatrización -explicaba el psiquiatra Guillermo Rendueles en un debate recogido en el diario La Nueva España-. Una, la gestión de los aspectos íntimos y sentimentales, que suele recaer en el psiquiatra por las dificultades que tienen las personas para hacerlo por sí mismas; y otra, el que en la sociedad de hoy no hay nada sólido, es la ‘sociedad líquida’ de Bauman”.

En las estadísticas se da la paradoja de que en nuestras sociedades desarrolladas aumenta el número de personas que se consideran enfermas. Y eso no es una verdad objetiva. Con respecto a hace unas décadas, el nivel de salud obviamente se ha elevado, los tratamientos contra muchos males han progresado, la esperanza de vida ha crecido..., pero las estadísticas reflejan incremento de enfermos y de enfermedades, posiblemente porque, como decía Gonzalo Casino en El País, “la medicina ha hecho suyos un montón de problemas que antes no eran asunto médico y para los que a menudo no hay solución eficaz”. Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, recogió unos significativos resultados al comparar en el British Medical Journal los datos de salud entre Estados Unidos y La India. Y es que en el mundo desarrollado se consideran como enfermedades cosas que en otros países no lo son, porque tienen enfermedades más importantes y mas apremiantes de las que ocuparse. No hablan ni siquiera el mismo lenguaje una sociedad donde las enfermedades se siguen llamando malaria, tifus, cólera, lepra... y otra donde las enfermedades son la alopecia, la celulitis o el jet lag. Pero lo peor, en mi opinión, es cuando acaban tratándose como enfermedades fenómenos como la soledad, la infelicidad, el envejecimiento...

Además, esa psiquiatrización de los problemas acaba, a menudo, en el uso -y abuso- de fármacos. No sólo porque es la salida fácil. Detrás me temo que están también los oscuros intereses económicos de las multinacionales farmacéuticas. El médico Domingo Ojer advirtió en Oviedo, en la misma mesa de debate antes citada, que “los laboratorios generan necesidades para vender más”. Y denunció: “el 90 % de la producción mundial de medicamentos es consumido por el 10 % de la población”. La que con diferencia menos lo necesita, añado yo. Sólo un porcentaje ínfimo de los fármacos comercializados son para tratar las enfermedades –ésas, reales y no imaginarias- de los países en vías de desarrollo. Y es que la investigación en estos fármacos no resulta rentable. Qué triste y qué injusto. “La sociedad de la desigualdad que estamos creando –concluye Ojer- es capaz de mirar con indiferencia el drama de miles de personas que mueren diariamente por no tener acceso a lo más básico para vivir, mientras es incapaz de tolerar el mínimo sufrimiento y sigue consumiendo bienes de consumo con la esperanza de alcanzar el maximo bienestar”. Y consumiendo, también, muchos fármacos para curar supuestas enfermedades. En el British Medical Journal escribía su director, Richard Smith, que “las compañías farmacéuticas tienen un claro interés en medicalizar los problemas de la vida, y ahora ya existe un enfermo por cada fármaco”.

La proliferación de libros de autoayuda con recetas mágicas para triunfar, para tener amigos, para gozar de éxito profesional… o el espectacular incremento que en los últimos años han registrado las intervenciones de psicólogos y psiquiatras en los medios de comunicación, dan pistas de cómo se enfocan estas cuestiones en nuestra sociedad.

Ahora se actúa como si fuera intolerable el menor sufrimiento, como si el dolor no fuera algo natural, consustancial a la existencia humana, y sólo lo fuera el placer. Que nadie se engañe: no estoy diciendo que haya que adoptar una actitud de resignarse ante los aspectos negativos de la vida, todo lo contrario. Pero un primer paso es aceptarlos como naturales, para así superarlos y no engañarnos a nosotros mismos. Superarlos a base de recursos personales, y también con la ayuda profesional o médica cuando sea necesaria, pero sin confiar en que un medicamento nos va a evitar sentir. Somos seres humanos y tenemos sentimientos.

Dice el psicólogo Jorge Barraca en un interesante artículo que “se quiere imponer socialmente la idea de que es posible siempre ‘vivir en positivo’ y que se pueden alcanzar soluciones fácilmente, con independencia de la realidad vital de cada uno”. Él asegura que, en contra de lo que muchas veces se nos quiere hacer ver, “es imposible librarse a voluntad de determinados pensamientos, sentimientos o sensaciones desagradables, que son inherentes al hecho de vivir en este mundo (se entiende, no anestesiados), al hecho, en fin, de ser humanos”. “Esto tampoco significa –añade- confundir la aceptación con la resignación, entendida ésta como actitud pasiva. Cuando hablo de aceptar me refiero a admitir que determinados contenidos mentales son inevitables, pero eso no significa cruzarse de brazos ante las adversidades o las injusticias. Todo lo contrario: precisamente porque no podemos dejar de sentirnos mal ante determinadas situaciones lo que debemos procurar es mejorar las cosas”. “Muchos psicólogos y psiquiatras han sido los primeros en caer en la trampa de pensar que –al igual que en el ámbito físico- no hay que pasarlo mal un solo minuto (…) No explicamos al paciente que, a lo mejor, es normal que su sufrimiento continúe durante un tiempo indeterminado”. Y sostiene que eso a la postre es negativo para el individuo: “Necesitamos un tiempo para encontrarnos mal. Hacerle a alguien sentirse culpable porque no vuelve a mostrar la alegría que todos socialmente debemos exhibir acarrea llevar al sujeto a una situación imposible, pues no ser capaz de alegrarse como los demás se convierte en un motivo añadido de preocupación y tristeza”.

La vida es todo eso: dolor, gozo, amor, tristeza, euforia, preocupaciones, ilusión, melancolía, entusiasmo, vértigo, angustia, alegría… y mil cosas más. No está uno enfermo si está triste cuando ha perdido un amigo, o si está molesto porque le han despedido de su trabajo, o si está preocupado porque alguien a quien quiere se está complicando la vida, o si está pasando una etapa de duelo por haber tenido una ruptura sentimental... Eso no es estar enfermo, eso es estar vivo. Lo patológico en tales circunstancias sería no sentir.

Leí en algún lugar que una mujer le había dicho a su médico de familia: “Doctor, tendré que enviarle a mi padre, porque desde que ha muerto mi madre no para de llorar”. El médico le replicó: “Tendría que enviármelo si no llorara”. Pues eso creo yo.


(Fotografía: My Grandmother's Medicine in an Espresso Cup, de Minusbaby, de la galería de imágenes Creative Commons de Flickr)

Yo también...

Han sido unos días intensos de precumpleaños, cumpleaños y poscumpleaños. Como me pilla siempre en malas fechas de trabajo (julio es el mes con más plazos tributarios y con más prisas judiciales) y sin tiempo material para organizar nada, me volví a quedar con las ganas de juntar alguna vez a mis heterogéneos amigos y acabé celebrándolo por separado con comiditas, cañas, cenas... individuales o de pequeños grupos. Y aún quedan algunas personas con las que no he coincidido, así que creo que la cosa sigue...

No era un cumpleaños especial, ni distinto (bueno, todos son distintos en realidad), no era una cifra redonda... Tampoco me alegra esto de tener cada vez más edad, salvo por lo que resulta más obvio, que es seguir viviendo. Pero es, sobre todo y así me lo planteo, una buena excusa para ver a gente a la que quiero. En realidad, esos nombres propios son, con mucho, lo más importante de ese inventario de cosas que hacen que la vida valga la pena del que hablaba en una entrada anterior del blog.

Han sido días de muchos encuentros y reencuentros gratos. De conversaciones, de risas, de regalos materiales (originales, generosos...) y de regalos inmateriales (algunos sorprendentes).

A última hora, un ataque de pudor me llevó a no compartir aquí una selección de mi álbum personal de fotos de estos años, que tenía intención de publicar como homenaje a mi gente. No sé si otra vez será.

Así que, para dar las gracias a todos los que me han deseado felicidad, traigo un regalillo. Nuestro amigo Andrés Molina compuso una magnífica canción, Yo también nací en el 63, cuya letra luego adaptó Víctor Manuel para Ana Belén como Yo también nací en el 53.

No nací en ninguno de esos dos años, pero podría ser un buen mensaje para resumir lo que he sentido o pensado estos días, sobre las cosas que he hecho bien, sobre los mil errores que he cometido, sobre las cosas de mi vida de las que me siento orgulloso, sobre las que son aceptables y sobre las cosas que no son como había soñado. (Añado: por ahora. Porque no pienso renunciar a nada).

Jamás le tuve miedo a vivir,
me subí de un salto en el primer tren.
Hay que ver, en todo he sido aprendiz (...).

Reivindicando también el derecho a seguir creciendo, a seguir equivocándome, a seguir viviendo.

Como tú, sintiendo la sangre arder,
me abrasé, sabiendo que iba a perder.
Siempre encuentras algún listo,
que sabe lo que hay que hacer,
que aprendió todo en los libros,
que nunca saltó sin red (..).

Disfrutando del mayor privilegio que tengo:


Siempre tuve más amigos
de los que pude contar...

aunque en mi caso no sólo por la cantidad sino, sobre todo, por la calidad humana.

Lo he pasado bien. He estado mirando un poco hacia atrás y mucho hacia delante. Y me gustaría conseguir que (como el otro día recordaba que me dijo una amiga en cierta ocasión) esa mirada fuera hacia atrás sin pena y hacia delante sin miedo.


Cosas que hacen que la vida valga la pena

"Abre la puerta de par en par y que corra el aire,
No es verdad que se ha hecho tarde:
ahora toca ser feliz".


Las personas, claro. La madre, los hermanos, que siempre están ahí incondicionalmente. La super abuela. Esos otros primos o tíos que sientes cercanos. Los amigos. Los amores. El recuerdo que no se extingue de quienes ya no están.

Amar.

Pensar. Sentir.

Los valores personales. Las ideas.

Escribir y leer.

Conversar: hablar y escuchar.

La música.

El arte y la creación en general: el cine, el teatro, la pintura…

Los lugares, todos esos rincones que sientes tuyos.

Los viajes.

Pasear.

No son todas, ni llevan necesariamente un orden. Pero no es un mal inventario. Para empezar.

(Hoy es mi cumpleaños).

Medianoche

Con todo, no dejaba de ser un milagro que, llegado ese punto, las cosas siguieran en orden (bueno, ella llevaba la falda hippie al revés, pero eso no cuenta…). Que nada se hubiera convertido en ratón ni en calabaza. Que nadie hubiese perdido un zapato.

Las doce de la noche: mirada de mala, sonrisa pícara, beso de felicidades.

Hay regalos de cumpleaños que no se olvidan.


(Fotografía: Thinkin' of you, de Smeerch, dibujo en una pared de Roma, de la galería de imágenes Creative Commons de Flickr)

El baile y yo


Cuando Bill Clinton impulsó el estudio del genoma humano, estoy seguro de que los científicos detectaron al menos un par de componentes específicamente femeninos; en el cromosoma XX debe de estar lo de tener los pies fríos y lo de que les guste bailar. No falla. De las chicas que he conocido últimamente, la que no ha hecho ballet hace unos años, directamente ha sido coreógrafa y, en todo caso, todas y cada una de ellas tienen invariablemente afición a bailar. Y yo una inevitable tendencia a decepcionarlas.

Por estos lares –no digo yo en el Caribe o en otros sitios- los tíos que bailan no lo hacen por afición propia –salvo raras excepciones- sino con un sentido puramente instrumental. Si a las mujeres no les gustara el baile, ellos por sí mismos ni se lo plantearían, estoy seguro.

Yo otras facultades tendré, no digo yo que no, pero desde luego Dios no me llamó por el camino del baile. Soy como un palo, sin movimiento, sin el menor sentido del ritmo y con años de acreditada torpeza. El título de esta entrada es una excepción: en mi caso los términos baile y yo no suelen ir juntos en una misma frase.

He tenido que padecer, como todos, el arraigado uso social del baile. Tú puedes sobrevivir y desenvolverte en la vida sin saber hacer fotografías, sin saber tocar la guitarra, sin saber hacer raíces cuadradas… pero sin saber bailar vas a tener que afrontar necesariamente situaciones incómodas.

Desde muy jovencillos, ya vivíamos esa escena de que estuvieras en una fiesta charlando animadamente con alguien, o con una chica en un rincón, y el simpático o la simpática de turno se te acercara para decirte que eras un muermo y que te divirtieras, ante tu perplejidad... Qué difícil resultaba que entendieran que, hasta que había venido a darte la plasta, tú te estabas divirtiendo y que en tu caso los conceptos bailar y divertirse no son equivalentes.

En los años en que frecuentábamos discotecas, siempre bromeábamos. Un amigo parecido a mí en esto, ironizaba en cuanto entrábamos: “chico, es que es escuchar la música y se me van los pies…”.

La de veces que habré utilizado la increíble excusa del tobillo torcido para que no sonasen bordes mis negativas, en esas excepcionales ocasiones en que se producía una confluencia astral favorable y por error se acercaba alguna chica.

Estos amigos, C. y F., eran aún peores que yo. Yo al menos alguna vez he puesto cierta intención o me he movido levemente, pero éstos están como anclados al suelo. A F., que creo que en su vida sólo ha bailado una vez y fue el día de su boda, sus amigos, siempre tan atentos, le formamos una cola organizando a todas las chicas que asistieron al banquete, para que aprovecharan esa ocasión única e irrepetible, porque ni antes habían conseguido nunca bailar con él ni era previsible que lo consiguieran después. Nosotros nos pasamos un rato de risas y las numerosas chicas, que formaron cola disciplinadamente ante el asombro de los demás invitados, también, pero creo que él no disfrutó tanto y eso que abreviaba el tiempo que dedicó a cada compañera de baile.

Recuerdo que una chica que me gustaba mucho, una noche me pedía en un pub, una y otra vez, que bailase con ella y yo me iba escaqueando como buenamente podía. Se puso tan absolutamente insistente –y yo no quería ni de coña que terminara pasando de mí- que al final hice un esfuerzo. Y entonces le dio un rapto de sinceridad y, viendo el patio, me dijo: “bueno, mejor no bailes”, así, sin recomendarme luego un psicólogo de guardia ni nada. Como no va a estar uno traumado con estos antecedentes.

Tuve una novieta que era especialmente aficionada a esto del bailoteo y se empeñó en que lo intentara, e incluso pacientemente me enseñó a bailar salsa. Bueno, más ajustado a la realidad sería decir que me enseñó a hacer algo remotamente parecido a bailar algo remotamente parecido a la salsa. En la foto, tomada en algún lugar de Galicia, se la ve empeñada en ello. Y no hay más que ver mi postura y la flexibilidad que muestra mi cuerpo para darse cuenta de que era misión poco menos que imposible. La verdad es que, con todo, su empeño consiguió avances que en cualquier otro serían ridículos pero que en mi caso eran espectaculares. Pero vamos, en cuanto dejé de practicar y no estaba ella ahí para dar instrucciones se me olvidó pronto. Bailar no es como montar en bici, no.

Otra pareja mía descubrió que, si tenía un puntito, al final al menos terminaba moviéndome un poco, pero después de varias ocasiones llegó a la conclusión de que no merecía la pena la inversión para el escaso resultado final.

Pero si hay una situación a la que tengo especial antipatía es a los bailes de las bodas. No puedo con ellos. Yo procuro mantenerme en un lugar discreto, por si acaso. Y aun así a veces no te libras. En estas fotos históricas –por excepcionales- se ve que mi prima Ana se empeñó en sacarme a bailar el día que se casó, alentada por no sé qué mano negra. Ahí estoy yo afrontando la situación como buenamente podía y ella partiéndose de risa ante semejante alarde de inutilidad de un ser humano.

En una ocasión estaba con un amigo en la discoteca en una boda y me dijo que fuéramos a tomar algo a la barra. Nos acababan de servir las copas y llegó su pareja a sacarle a bailar. Cuando yo pensaba que me iba a utilizar a mí como excusa –“acabo de pedir, no voy a dejar aquí a Carlos solo, luego bailamos, cariño” o algo similar- resulta que se fue con ella, como un corderito y sin rechistar, y allí me dejó con la copa, sin siquiera disculparse. No me dio tiempo a reponerme de la primera sorpresa cuando tuve la segunda: al minuto y medio escaso veo que su propia pareja le trae de nuevo del brazo hasta allí y le deposita cariñosamente apoyado en la barra. Y que él se pone a beber otra vez el güisqui en el mismo punto en que lo había dejado. Yo no daba crédito. Su mujer vio mis ojos de sorpresa y me dijo “es que se marea el pobre”, mientras yo asentía seriamente, intentando contener la risa. Él corroboraba la versión: “Chico, esto del pasodoble, con tantas vueltas…”. Cuando se fue ella, no pude por menos que decirle: “Maestro, déjame que me quite el sombrero”. Él se partía de risa y quería hacerme creer que se mareaba de verdad… ya, ya. “Qué jugada, M., lo que hacen las tablas, me has dejado impresionado”, seguía yo diciendo con sincera admiración.

Mi momento culminante fue la boda de mi hermano. Yo me recreaba en la fortuna que suponía no casarse para no tener que bailar el vals ante los ojos de todos los invitados. Los días previos hasta me reí cuando vi a mi sufrido hermano, disciplinadamente con el CD en la mano, que venía de ensayar.

Pero el mismo día de la boda, de repente, me vino una iluminación: vale, el novio y la novia bailan entre sí, los padrinos (padre de la novia y madre del novio) también… hmmm, ¿y quien baila con la madre de la novia? El padre del novio, o sea, el mío, falleció. ¿Quizá el hermano mayor del novio? ¿quizá otro hermano varón? ¿quizá el hermano que no se casa…? Todas las opciones que se me ocurrían me apuntaban a mí invariablemente. Superé el primer escalofrío y me puse como loco a buscar un sustituto con urgencia. Mi cuñado era el idóneo, un ejemplar de raza humana varón ¡¡¡al que le gusta bailar!!! Pásmense. Y lo hace bien. Pero, claro, mi hermana no estaba dispuesta a prestarle ni un ratito y no hay quien pueda con la cabezonería de una mujer. Lo del tobillo ya lo he utilizado tantas veces que no iba a colar. Yo suplicaba con angustia: “pero vamos a ver, haceos una idea, que es que yo no sé ni cómo hay que agarrar a la pareja, cuanto más para saber qué tengo que hacer con los pies cuando suene la música... Al menos enseñadme algo en un momentito…”.

Nadie me tomó en serio, no hubo compasión y no podía tener esa descortesía con Mariví, aunque a lo mejor ella hubiera preferido que sí la tuviera.

Fue lamentable. Ella al principio sonreía y no podía creerse que de verdad no tuviera ni la menor idea de cómo rayos se baila un vals. Al final, terminó hablando de mí en tercera persona, como si yo no estuviera allí enfrente bailando con ella:

- No, si todavía me tira...

En efecto, no había ningún motivo para descartar esa posibilidad.

- Ay, qué mal rato está pasando el pobre...- me compadecía.

Qué cabrón Strauss. ¿Qué más le daba haberlo hecho más corto? Luego en el viaje a Viena me reconcilié con él y ya no se lo tomo en cuenta, porque soy un tío sin rencor, pero la verdad es que en aquel momento le juré odio eterno.

Mientras tanto una amiga -con amigos así, no necesita uno enemigos-, F., se situó allí al lado y grabó detalladamente la escena. Yo le daba un consejo sensato: “F. graba a los novios, que son los protagonistas…”, pero ni caso. Y apretando los dientes intenté otra estrategia: “Anda, graba al menos de cintura para arriba que dé un poco el pego”, y tampoco, la muy bicho filmaba todo el rato mis pies. En su honor tengo que decir que todavía no me ha chantajeado con la amenaza de sacarlo en Youtube o similar, a pesar de que le debo unas cañas desde entonces.

Cuando terminó y mientras abandonaba la escena, a esconderme debajo de una mesa, escuché los comentarios ingeniosos que venían de cierto sector del público:

- Carlos, te han eliminado en la primera ronda, como a Romay…

Es que entonces estaba de moda en la tele el concurso Mira quién baila. O un amigo de mi hermano que me preguntó:

- Oye, tú cuando estudiabas eras de los que preparaban los exámenes el día de antes, ¿no?, jajajaja.
- Bueno, R., -dije secándome aún el sudor frío- la verdad es que éste de hoy no lo había preparado ni el día de antes…

Menos mal que en estas situaciones la gente se fija en los novios, lo bien que bailan y lo guapos que van. Quiero creer que no prestaron mucha atención a la escena de al lado. Eso espero.

Buscando fotos mías bailando, que es como buscar incunables, he encontrado un par de ellas más, aparte de las que salen publicadas, pero no las cuelgo porque una cosa es que me guste reírme un poco de mí mismo, y otra llegar a esos extremos. Una es de esa misma boda, pero ya a las mil de la noche. Aparezco con una chica-Zara, ella guapísima y bailando de verdad y yo moviéndome más o menos con la misma soltura que un paquidermo, con el chaleco del odioso chaqué y con un cubata en la mano. Definitivamente, para ocultarla. La otra es un poco menos patética, pero tampoco es como para difundirla sin necesidad: estoy en una discoteca ¡¡¡de Túnez!!! bailando –es un decir, ustedes ya me entienden- con la intrépida S. Creo que sonaba el Summer Love, una canción que me resulta simpática y que mis hermanos y cuñados consideran -con bastante maldad, dicho sea de paso- la sintonía de mis momentos más gloriosos. Ahí la dejo, en esta otra versión, porque el videoclip es mucho más divertido que el de David Tavaré.

Eurocopa 2008: apuntes después de un triunfo


Me avisan de que, según las últimas estadísticas, deben quedar en España tres blogs que no han hablado de la Eurocopa y uno era éste, así que me pongo a ello.

El nuevo Marcelino cuyo decisivo gol se evocará al hacer historia futbolística se llama Fernando Torres. Espero, eso sí, que no haya que estar tomándolo como referencia durante otros cuarenta y tantos años.

Alguien me recordaba hace poco que no había nadie de mi Atleti en la selección.

- Sí, Fernando Torres -contesté
- Torres es del Liverpool
- Perdona, Torres juega ahora en el Liverpool, pero es del Atleti
- Lo dices como si estuviera cedido y no, está traspasado
- Ya, ya, pero yo sé lo que me digo


Se ha demostrado que fue una decisión circunstancialmente buena para ambas partes: Fernando ha crecido en un fútbol inglés que le viene como anillo al dedo, y al Atleti el Kun y otros buenos jugadores le han situado en la Liga de Campeones. Pero identificar a Torres con el Liverpool a mí me suena parecido a identificar a Butragueño con el Atlético Celaya. ¿Torres ex atlético? Sigue siendo patrimonio sentimental de la afición rojiblanca y él es consciente. “Fernando, ésta ha sido, es y será tu casa. Siempre que vengas puedes pasar sin llamar” (Cerezo dixit). Todos los seguidores de la selección española vibraron el domingo con el gol de Torres, pero más que nadie los atléticos: el que marcaba era de la familia, nuestro Niño, al que tenemos ahora haciendo un máster en el Reino Unido.

Y hay otro motivo por el que, aunque no haya ningún jugador del Atleti en la selección, un colchonero puede sentirse plenamente identificado con el combinado nacional. Lo que uno quisiera que los políticos hicieran en el Tribunal Constitucional, en el CGPJ, etc., lo ha hecho Luis Aragonés (tambén patrimonio sentimental rojiblanco) en la selección española: acabar con el sistema de cuotas y elegir a los mejores. No ha llevado a unos cuantos de cada club, procurando que más o menos los grandes estuvieran bien representados. No ha llevado a quienes pudieran parecer las figuras más destacadas de la liga individualmente considerados. Ha formado un equipo. Nada más y nada menos. Ha elegido a los mejores, pero no en abstracto, sino para ese equipo, para unas posiciones, para un equilibrio, para un estilo de juego.

Era una apuesta arriesgada. Luis sufrió una campaña mediática injusta. Cualquier decisión de un seleccionador puede y debe ser discutida por la afición, faltaría más, pero de ahí a convertir en una especie de polémica nacional, durante largo tiempo y hasta el hartazgo, el no llevar a Raúl a la selección hay un largo trecho. Luis no será simpático, exteriorizará poco sus sentimientos, será un tipo todo lo raro que se quiera, pero ¿acaso sus antecesores, Javier Clemente y José Antonio Camacho, excelentes profesionales también, eran modelos de moderación y de ejercicio de las relaciones públicas? La profesionalidad de Luis Aragonés a estas alturas está fuera de toda duda. Ya lo estaba antes de ganar la Eurocopa, pero ahora sencillamente ha dejado sin argumentos a esos detractores interesados que nos dieron una exagerada brasa a todos durante meses cuestionando agriamente al seleccionador.

Yo creo que España, por su calidad y su juego, ya mereció mejor fortuna en el pasado Mundial de fútbol. En torneos por eliminatorias, influye la suerte, tenemos que ser conscientes. Aun desplegando la selección el mismo juego brillante del que hemos disfrutado estos días, hubiera bastado con que Casillas no hubiera parado un penalti, por ejemplo, para que la historia se hubiera repetido y ahora estuviéramos lamentándonos otra vez de la maldición de cuartos.

Pero, aunque la suerte influya, España no sólo ha ganado la Eurocopa, sino que ha sido la mejor, sin duda. La selección más goleadora, la selección menos goleada, Casillas el portero menos goleado, Villa el jugador más goleador, Xavi el mejor jugador del torneo según la UEFA… Y sobre todo, ha desarrollado un juego propio, con estilo y con brillantez, un juego que enamora. Uno no sufría hasta el último segundo una larga agonía, sino que se quedaba con ganas de seguir viendo jugar a España. Eliminaron al campeón de Europa, al campeón del mundo… Yo me quedo con ganas de verles jugar contra Argentina o contra Brasil. ¿Y para cuándo dicen que es el próximo mundial? Me parece que antes, el año próximo, disputarán la Copa Confederaciones contra los campeones de América, Oceanía…

Más cosas. Chapeau por Cuatro. No tengo ninguna simpatía por el grupo Prisa, pero la profesionalidad y la calidad hay que reconocerla donde esté. Durante años, y sin dudar de la categoría de sus profesionales, TVE retransmitió competiciones con frialdad institucional. Y Cuatro ha logrado hacerlo con calor popular. Lo del set en Colón hasta convertir en un símbolo la plaza, un éxito. Lo del lema Podemos, un hallazgo. Lo de la retransmisión coral, participativa, ingeniosa, simpática, otro acierto.

Me encantaron también los gestos, de una plantilla jovencísima, pero consciente de que no han salido de la nada. La pequeña venganza histórica que situó la camiseta de Arconada, veinte años después, delante de las narices de Platini recogiendo la medalla de campeón. El recuerdo al Dr. Genaro Borrás o al jugador del sevilla Antonio Puerta, detalles de grandeza.

Y, finalmente, estos días de la selección para mí han sido una metáfora de lo que humildemente me gustaría que fuera mi país. No por la omnipresencia de simbolismo, que a mí eso me parece lo de menos. No soy nacionalista –de nada, tampoco nacionalista español- y, por tanto, las orgías rojigualdas, los Manolos con bombos, los toros de Osborne, y las banderas pintadas en la cara o colgadas en todos los balcones no me disgustan –al contrario- pero no me hacen tampoco sentir ningún orgasmo. Ya he dicho en alguna ocasión que lo que gustaría es que se utilizasen y asumieran los símbolos nacionales con normalidad, o sea, ni con profusión y excesos avasalladores unos días, ni que desaparezcan a continuación sumergidos en históricos complejos verdaderamente patológicos. A mi me gusta lo que simboliza la selección por otra cosa: porque en ella jugaban un Iker, un Pepe, un Rubén y un Fernando madrileños; un Andrés y un Raúl valencianos; un Álvaro castellanoleonés; un Sergio, un Xavi, un Fernando, un Carles, un Joan y un Cesc catalanes; un Andrés castellanomanchego; un David y un Santi asturianos; un David canario; un Xabi vasco; un Carlos, un Sergio, un Daniel y un Juanito andaluces; y, algo que es muy significativo de nuestra nueva realidad social, un Marcos de origen brasileño. Todos con sus peculiaridades, pero abrazados escuchando el himno, dándose ánimos, tejiendo lazos de amistad y convivencia, unidos en un mismo equipo, con un mismo objetivo y arropados sin distinciones por toda la afición de punta a punta del país. ¿Quién se acuerda ahora de esos ridículos políticos aldeanos que mostraban unos días antes sus preferencias por Rusia? Los jóvenes que salieron en Bilbao a festejar el triunfo de la selección -algo que debería ser normal pero que supone un desafío a la cotidiana dictadura del miedo- tienen mi abrazo más afectuoso. Y qué gozada que el nombre de España se corease en cada ciudad, en cada barrio y en cada rincón con tantos acentos distintos. Pues así me gustaría a mí que fuera mi país, como estos días parecía por momentos: diverso y plural pero unido, abierto e integrador, con un sugestivo proyecto nacional compartido.

(Fotografía: El Mundo.es).