Debatir lo que importa

 Publicado en Diario de SevillaDiario de Cádiz, Diario de Jerez, Europa SurMálaga HoyHuelva Información, El Día de Córdoba, Granada Hoy, Diario de Almería y Jaén Hoy 29/05/2024


Tras las lecciones históricas de la derrota del totalitarismo fascista en la 2ª guerra mundial y la posterior caída del totalitarismo comunista en los años 80-90, es generalizada -y acertada- la creencia de que la democracia pluralista es la mejor forma de legitimación del poder y de organización de la convivencia. 

Sin embargo, el sometimiento de los gobernantes a la valoración ciudadana cada cuatro años -o menos- produce un efecto secundario indeseado, que es el cortoplacismo en la gestión política. Así, a veces se rehúye afrontar medidas oportunas si resultan impopulares. O se pospone el diseño y ejecución de infraestructuras necesarias, cuando van a precisar una gran inversión de recursos y el promotor no será quien las inaugure. O se eluden cambios culturales o educativos de fondo, porque los frutos se apreciarán a medio o largo plazo y difícilmente se reconocerá mérito alguno a su impulsor. 

Cuando era aún primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Junker afirmó, refiriéndose a la crisis económica: «Sabemos exactamente lo que hay que hacer. Pero no sabemos cómo ser reelegidos si lo hacemos». Para evitar que ese cortoplacismo domine por completo la gestión pública existen los consensos políticos. Desde un ejercicio de responsabilidad, partidos opuestos pueden definir determinadas líneas políticas compartidas sobre materias de interés general, que tengan continuidad aun cuando se produzca alternancia en el poder. Del mismo modo, pueden comprometerse a no utilizar como arma electoral ciertas decisiones políticas que no resulten populares o cuya utilidad solo se aprecie en el largo plazo. 

En España, sin embargo, tenemos escasos ejemplos de tales usos. En la transición, los Pactos de la Moncloa permitieron que el objetivo común de consolidación democrática no se viera perjudicado por los efectos de la crisis del petróleo. Desde el Pacto de Ajuria Enea en 1988 hasta el Antiterrorista en 2000, fueron varios los intentos de que los partidos hicieran frente al terrorismo con ciertos criterios compartidos y sin utilizarlo como argumento electoral. En materia de pensiones, el Pacto de Toledo nació con la finalidad -no siempre cumplida- de debatir con rigor sobre el sistema de protección social y su sostenibilidad sin que el oportunismo electoral lo impidiera. Pero lo que ha prevalecido -y creo que actualmente se manifiesta con mayor intensidad- es nuestra tradicional política de trincheras, que sitúa a menudo en el centro del debate público asuntos broncos, que dan juego en medios y redes sociales, pero sirven de excusa para posponer indefinidamente el abordaje de otros debates de mayor calado. 

Somos una potencia turística mundial por nuestras condiciones, pero sin una estrategia nacional de qué clase de turismo queremos atraer, con qué límites, con qué enfoques y qué vamos a hacer para ello, mientras se suceden medidas municipales y autonómicas contradictorias entre sí. 

En el mundo sociolaboral, por ejemplo, no nos detenemos siquiera a reflexionar sobre cómo afrontar los retos que la robótica y la inteligencia artificial generativa, además de nuestra demografía, van a plantear, cada vez más, sobre el mercado de trabajo y el sistema de Seguridad Social. 

La Justicia es la permanente olvidada, sin un gran pacto (hubo algunos con esa denominación formal, pero de extraordinaria cortedad de miras). Seguimos por debajo de la media de jueces de la Unión Europea, sin verdaderas alternativas a la litigiosidad y con una dotación de medios insatisfactoria. 

Desde hace casi medio siglo carecemos de verdadera política educativa. Cada gobierno impone un modelo, que el siguiente cambia, mientras nuestra enseñanza obligatoria sigue suspendiendo en evaluaciones internacionales, la endogamia y otros problemas de la Universidad no se afrontan, y no aprovechamos con inteligencia la actual demanda de Formación Profesional y la enorme oportunidad que ofrece. 

Estamos muy entretenidos cada día con el asunto mediático que toque -Carles Puigdemont, Koldo García, José Luis Ábalos, el novio de Isabel Díaz Ayuso, Begoña Gómez, Óscar Puente, Javier Milei… y cuestiones similares- y así van pasando los años. No digo yo que no sean debates pertinentes los que conciernen, por ejemplo, a la amnistía, la ejemplaridad pública o la diplomacia internacional, en absoluto. Pero alguna vez vendría bien que mirásemos más allá del siguiente proceso electoral. Hace muchas décadas que la actualidad más inmediata no parece dejarnos tiempo ni oportunidades para pensar, como sociedad, qué queremos ser y hacia dónde queremos ir.

La risa como herencia

Publicado en Diario de Sevilla, Diario de Cádiz, Diario de JerezEuropa Sur, Málaga Hoy, Huelva Información, El Día de Córdoba, Granada Hoy y Jaén Hoy, 02/01/2024


En la boda de mi amigo Mario, el cura tuvo la desafortunada ocurrencia de abrir en la homilía una especie de coloquio, dirigiendo preguntas individuales a algunos asistentes sobre el evangelio leído y su aplicación práctica a la vida: el resultado rozó por momentos la tragedia. A ello hay que añadir que confundió reiteradamente el nombre de la novia y, ante la perplejidad de Clara -que así se llamaba de verdad la contrayente-, impartió detalladas instrucciones al novio para que amase a una tal Blanca hasta que la muerte los separase. Como Mario era muy ocurrente, el episodio de lo que bauticé como misa fórum y el error de identidad nos dio juego durante años. 

Cuando, en efecto, la muerte nos separó prematuramente a todos de Mario, el sacerdote de su funeral no tuvo a bien obsequiarnos con unas palabras que nos reconfortaran, sino que decidió desplegar un discurso un tanto delirante, plagado de referencias al Apocalipsis. Yo tenía el alma rota, pero pensaba en lo que hubiera dicho mi amigo y no pude evitar abandonar aquella capilla con media sonrisa. Vi que Clara salía también igual: 
 - Te ríes de lo mismo que yo, ¿no? 
Enseguida se nos acercó mi hermana: 
 - Hay que ver qué mala suerte ha tenido Mario con los curas… 

En el funeral de mi abuela, que murió con 100 años, muchos sonreían también cuando hice mención a las típicas frases suyas en las que no daba puntada sin hilo. 

Hace poco falleció en Sevilla, con 103 años, Concepción Góngora, la abuela Conchita de nuestro amigo Jorge -y un poco abuela también de toda la Hermandad del Rocío de Sevilla Sur-, una mujer cariñosa que transmitía alegría. Cuando sus hijos y nietos quieren recordarla, lo hacen con una sevillana, dedicada a su Huelva natal, que le gustaba cantar en los buenos momentos de celebración familiar. Y, entonces, las sonrisas se abren paso entre ojos empañados. 

Hace algunas semanas asistí en Ávila a un Encuentro Eleusino dedicado a la memoria de Fernando Sánchez Dragó. Con su hija Ayanta Barilli como maestra de ceremonias, varios escritores y amigos del homenajeado trazaron un emotivo retrato y abordaron desde distintas perspectivas su amplia obra. Su pareja, la periodista Emma Nogueiro, además de ofrecernos un amoroso testimonio donde la persona se superpuso al personaje, decidió compartir con los presentes un video personal grabado con su teléfono móvil, en el que le daba instrucciones para usar una lavadora y una secadora en su ausencia. El hombre que se las apañó para sobrevivir a mil y una tribulaciones por los cinco continentes, provocó afectuosas carcajadas con una exhibición de inutilidad que, cuando descendía al terreno de lo doméstico, nada tenía que envidiar a Mr. Bean. 

Con una convocatoria de estas características, se corre el riesgo de que la tristeza inunde todas las jornadas. Pero no fue así. Hubo lágrimas, pero también momentos divertidos, como corresponde al legado de alguien que, en su libro El Sendero de la Mano Izquierda, dejó escrito este consejo: “Sonríe siempre, incluso cuando hables por teléfono. La sonrisa se nota en la voz”. 

Con Fernando mantuve amistad durante treinta y siete años, desde que yo era un universitario inquieto, y me sigo riendo con un buen puñado de anécdotas, en medio de multitud de conversaciones interesantes y amenas, comidas fraternas, gestos de generosidad por su parte y no pocas aventuras compartidas, a menudo tan disparatadas como hermosas. 

Cuando tanto cenizo siente la necesidad de contestarnos agriamente en redes sociales desde que apenas hemos dado los buenos días, cuando -también fuera de lo digital- tanta gente amargada se empeña en hacernos -y hacerse- la vida más difícil, cada vez aprecio más a quienes adoptan el buen humor por bandera, a quienes incluso intentan ponerle buena cara al inevitable mal tiempo. Admiro a aquellas personas que, hasta después de muertas, nos siguen contagiando su buena onda, a quienes se las apañan para seguir viviendo en la sonrisa que su recuerdo evoca en los demás.

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Ilustración: Rosell, publicada en los medios del grupo Joly