Felicidades

Qué grande el mundo
y qué pequeño,
qué lejos los amigos
y qué cerca.

-Líber Falco-

Me hacía notar el otro día mi hermana la curiosa experiencia: con el cambio de hemisferio justamente en estas fechas, en apenas dos semanas voy a vivir en todas las estaciones del año. Salí de Madrid en otoño, llegué a la ciudad donde ahora estoy (adivina, adivinanza) en primavera, entró el verano y cuando, dentro de unos días, si Dios quiere, regrese a España, será invierno.

- Lo de la Navidad con nieve es cosa de ustedes, pero acá... Los árboles son verdes... -protestaba ayer el taxista, cargado de sentido común, al ver que habían colocado un árbol blanco en la principal avenida.

En esta ciudad (¿ya saben dónde?) no hay orgía de luces: la iluminación y los adornos son mucho más austeros. Con eso y que hemos estado a ratos a 40 grados, cuesta hacerse a la idea de que sea Navidad. Y, sin embargo, lo es. Una Navidad diferente, en manga corta. Con bife, ensalada, cerveza Quilmes, pan dulce y chocolate en rama, en una improvisada y entrañable cena.

Lo que no cambia a una u otra orilla del océano son los sentimientos, el lado bueno de estas fechas (sí, tienen lado malo: la hipocresía, el consumismo...). No cambia la celebración de la vida. El festejar que, un año más, estamos juntos.

Porque, incluso a 10.000 kilómetros, la gente a la que quieres, la que comparte camino contigo o la que supuso un grato encuentro en ese camino, sigue estando cerca, muy cerca. A la distancia de una llamada de teléfono o un mensaje, si se tercia. Pero, sobre todo -esto siempre se tercia-, al alcance de un recuerdo cariñoso, de un buen deseo sincero.

Feliz Navidad. Feliz 2009.

Ha muerto Nico

- Tengo que darte una muy mala noticia…

Ya lo había intuido. Por el nerviosismo de quien me había atendido este mediodía el teléfono, al decirle quién era yo (“ah, sí, sí, llevan intentando localizarle desde las ocho de la mañana…”).

Al escuchar las palabras presentidas de la veterinaria, no consigo, sin embargo, hacerme de verdad a la idea de que este simpático loco no correteará nunca más por casa.

Al principio me resistí a acoger a Nico –ya lo conté aquí-, por mi existencia complicada, siempre de acá para allá. Pero la amistad con Mario pesó más –no podía ser de otra forma- que mis reparos. Apenas llegó, me atrapó. Y, despues de más de nueve meses, formaba ya parte de mi vida cotidiana. Me había acostumbrado a tenerlo enredando cerca, distante o cariñoso, tranquilo o alborotado, como a él le apeteciera en cada momento, que para eso era un gato y los gatos no son sumisos, son seres siempre libres.
Me acostumbré a que se subiera y se sentara sobre mis piernas mientras yo trabajaba en el ordenador –ahora mismo se me hace extraño no tenerlo ya encima reclamando su cuota de atención-. A que, apenas me descuidaba un instante, una mano negrilla, siempre acechante, consiguiera birlarme un bolígrafo y saliera como una centella a jugar con él por toda la casa. A pelearme para que no se subiera a la mesa mientras yo comía. A que saliera a recibirme cada vez que llegaba, asomándose curioso a ese otro mundo que había tras la puerta. Me acostumbré a que, cada vez que comenzaba a abrir una lata de atún, una microcentésima de segundo después (creo que batió plusmarcas de olfato y de velocidad) hubiera un gato maullando a mis pies en la cocina. Me acostumbré a visitar de vez en cuando a Leticia, su veterinaria habitual, un encanto de persona y una gran profesional. A que Nico convirtiera en un juguete una brocha de afeitar, una pinza de la ropa, un paquete de kleenex, una pelota antiestrés o una goma elástica... A que atesorase pequeñas cosas en un escondite bajo el sofá. Me acostumbré a que se sentara alguien a mi lado cuando veía la tele. A que hubiera una zarpa dando en el periódico cada vez que intentaba leerlo. A que a veces me mordiera queriendo jugar o a que de pronto le diera por lamerme, acurrucado y cariñoso. A que a ratos se tumbara en invierno en la cama, entre mi brazo y mi cuerpo, con la cabeza apoyada en mi hombro. Me acostumbré, en las noches de verano, a ver su silueta en la repisa de la ventana de mi dormitorio, alzando el cuello para otear las luces del cielo y de la calle.
El domingo, cuando volví a Madrid, salió como siempre a recibirme contento, se subió a mi bolsa, me maulló (yo siempre, porque me daba la gana, lo interpretaba como una bronca, “ya está bien que vuelvas”). Todo en casa estaba en perfecto desorden, o sea, lo normal. Persiguió al cepillo mientras barría la cocina (y terminé hablando como si realmente me entendiera: “Pero Nico, ¿es qué todo para ti es un juego? Que estoy barriendo, déjame un poquito, tronco…”. Y sí, claro, la respuesta es : cualquier cosa para él era un juego).

Salí a cenar con unos amigos y a la vuelta ya no estaba normal. Apagado, ya no brincó del sillón para ir a la puerta a recibirme. Vi que había tirado una planta y pensé que habría comido hojas y le habrían sentado mal. Esperaba que se le pasara. Esa noche él se venía a la habitación donde yo estuviera en cada momento, como buscando compañía o protección, pero se tumbaba mustio y distante. Intentaba cogerlo y protestaba. Le daban como pequeñas náuseas. Me fui a la cama y Nico se tumbó al lado de mi cara en la propia almohada. Intenté dormir, intermitentemente y mirando de reojo cada dos por tres y, pocas horas más tarde, me rendí a la evidencia y la preocupación me hizo levantar definitivamente. No se dejó sujetar, parece que le dolía cuando lo tocaba y todavía tengo la huella de su último arañazo. Lo intenté varias veces y desistí. Al final, yo creo que él mismo se notó muy mal y se dio cuenta de que yo pretendía auxiliarlo. Le hablé en tono suave, lo acaricié, volví a intentarlo y por fin se dejó agarrar mansamente y meter en el transportín sin ninguna resistencia, tumbándose él mismo dentro.

En una clínica veterinaria de urgencias –era la madrugada de un día festivo-, le hicieron una radiografía y no vieron nada. Le dieron suero y se quedó ingresado. Por la tarde, más calmado, por fin se dejó pinchar, le hicieron análisis de sangre y no había infección. Me dijeron que no se le pasaba, pero que estaba controlado. Que no pensaban que fuera intoxicación, sino que pudiera tener algún cuerpo extraño en algún órgano. El martes por la mañana le hicieron una ecografía y no detectaron tampoco nada. Pero, finalmente, optaron por la sedación y, por la boca, le extrajeron un palo de casi 10 centímetros que tenía clavado en el esófago. Hoy lo he visto: era una ramita de una planta. Lo dejaron ingresado un día más, para que se recuperase de la anestesia y comprobar que el esófago no estaba dañado. y me avisaron de que podría recogerlo al día siguiente. Estaba deseando poder llevármelo a casa ya curado. Pero ayer tenía un poquito de líquido en el pulmón y yo mismo preferí que lo dejaran ahí en observación. Además hoy iba a estar casi todo el día ausente por trabajo y no me parecía oportuno dejarlo solo en casa en esas circunstancias, y en la clínica me contestaron que ellos también lo preferían así. Me dijeron que, en principio, lo del pulmón era algo leve. Esta madrugada, el edema pulmonar parece que fue progresivamente empeorando y tuvieron que intubar a Nico, pero aun así no pudieron evitar su muerte.

Me acuerdo ahora de cuando Mario me contaba cómo se coló en su agencia de viajes un gatillo negro de unos cuatro meses, abandonado en la calle, y así acabó colándose también en nuestras vidas. De cómo estaban ilusionadas Clara y la pequeña Cristina por quedarse a su cuidado cuando yo me fuese estas navidades a Argentina. De cuando Fernando se encargó de darle unos medicamentos al sobrino Nico porque yo no podía estar ese día. Cuando H. y yo desarrollábamos una incipiente complicidad y ella me hacía una malvada, cariñosa y divertida presión psicológica para que no le castrase, con encuesta incluida en su blog… (al final me dio permiso). O cuando mi madre, en una visita a casa, me decía asombrada “pero, ¿tú has visto lo que hace este gato?” y Nico daba cuerda él mismo a un ratón de juguete sujetándolo entre las manos y tirando con la boca de la anilla que, al soltarse, lo hacía andar. O de cada semana que P., la asistenta, decía que Nico era su ayudante y hablaba con él mientras limpiaba… O de cuando Vir le regaló el pez rojo con el que tanto le gustaba jugar... De las muchas veces que consiguió arrancarme sonrisas con sus comportamientos curiosos, disparatados, habilidosos o inesperados.

Nico ha sido mi compañero de piso durante algo menos de un año. A días, me ha visto divertido, amargado, ilusionado, cabreado, satisfecho, triste, enamorado, divertido, escéptico, alegre, desengañado, cansado, feliz, esperanzado...

Hay veces, querido Gardel, que incluso siete vidas son también un soplo. Y, cuando ese soplo acaba, nos deja jodidos. Con la casa triste y el corazón triste.

(El video es de Barbra Streisand cantando Memory, del musical Cats).
(Fotografías del autor y de Clara Montero).

Recuerdo a Joan Baptista Humet


Intuyo que, para un creador, debe de ser una recompensa el saber que llena la vida de los demás de colores, de música o de palabras…

En mi vida, desde hace años, han estado presentes muchas canciones de Joan Baptista Humet. Un cantautor que creo que no tuvo tanto éxito como a mi juicio hubiera merecido, pero cuya personal voz y cuya calidad como compositor –tanto en catalán como en castellano- conectaron con muchas personas, que hemos disfrutado saboreando su obra. Y lo seguiremos haciendo.

Me impresiona leer la noticia de su muerte, con 58 años, víctima del maldito cáncer.

Vienen a mi mente ahora títulos como Hay que vivir –casi un himno-, la también vital Que no soy yo, la simpática Su Majestad, Despiértame al amanecer –la preciosa despedida del joven que deja el hogar paterno-, A mi adolescencia, Madreselva, Terciopelo, Y tú disimulando, Yo no podría vivir sin ti, Cosas de allá –los recuerdos de la vida rural-…, No cantes, El invento, Dama de una nochey, cómo no, Clara, la conmovedora historia de una joven heroinómana, sin duda su canción más conocida…
Nos deja Joan todo ese puñado de buenas canciones y el legado de su mensaje:
Habrá que demoler barreras,
crear nuevas maneras
y alzar otra verdad (...)
Darles a nuestros hijos
el credo y el hechizo
del alba y el rescoldo en el hogar.
Y si aún nos queda algo de tiempo,
poner la cara al viento
y aventurarnos a soñar…