Hace unos meses, alguien me aseguraba que la transmisión de valores en los núcleos familiares estaba muy directamente relacionada con el nivel formativo y cultural de los padres. Y yo disentía de que existiera una identificación tan directa. Es cierto que ese nivel te permite definir mejor esos valores, explicitarlos… pero la relación me parece que no es tan lineal ni tan simple como mi interlocutor pretendía. Conozco gente poco instruida que, aunque no sepa explicar las cosas con elocuencia, vive y transmite en la práctica valores encomiables, y también sé de personas con mayor nivel formativo que son auténticos miserables desde el punto de vista de los valores humanos.Me acordaba yo ese día de algunas familias de mi pueblo –para empezar, de mis padres-, pero en particular me vino especialmente una a la cabeza, a la que conozco desde mi infancia, que para mí refutaba claramente con los hechos cotidianos la afirmación de mi interlocutor. Una familia normal, humilde, donde los padres apenas había podido tener acceso a una formación elemental… Sin embargo, sus objetivos vitales no los fijaron en hacer ostentación de grandes casas o grandes coches, sino en conseguir el mejor futuro posible para sus hijos. Y les transmitieron, con palabras sencillas y, fundamentalmente, con el ejemplo cotidiano, esos valores de la honestidad y de la superación.
Hace unos días moría inesperadamente la madre. Hice encaje de bolillos con las citas profesionales para poder escaparme al pueblo, acompañar esa tarde a sus hijos y nietos y darles un abrazo. Y mientras iba caminando al cementerio, recordaba a esa mujer que te hablaba siempre de sus hijos con evidente cariño y legítimo orgullo. Y pensaba que también ellos tenían razones para sentirse orgullosos del legado que recibieron: el de alguien que tendría sus virtudes y sus defectos, que haría cosas bien y cosas mal, pero que, sobre todo, no cabe duda de que -como decía yo en la entrada que dediqué a mi padre- les enseñó a ser buenas personas.
En una sociedad que entroniza -con los hechos y con las referencias cotidianas que se nos proponen- el cinismo, la fama sin méritos, la ausencia de escrúpulos, la competitividad desmedida, la picaresca, el enriquecimiento rápido y a cualquier precio, la ostentación, la apariencia… cada vez me gusta más la buena gente. Las personas que nunca tendrán protagonismo mediático, pero que han abrazado durante toda su vida conceptos tan en desuso como la autenticidad, la buena educación, la honradez, el esfuerzo, el respeto o el hacer el bien.
Ésa es la verdadera nobleza. No se plasma en pergaminos ni en títulos aristocráticos. Pero a veces, sólo a veces, también resulta ser hereditaria.

Ya me fascina, de entrada, que la rebeldía frente a la injusticia pero desde la poesía y la sensibilidad sea capaz de llenar un local con tan enorme capacidad. Después, es toda una experiencia disfrutar de la voz cálida y la lucidez de este escritor uruguayo que mezcla la lírica y la épica, que aúna la denuncia y la ternura. 


