Encontró en sus ojos la misma obstinación por crecer, la misma hambre de vivir. En su guarida, los mismos libros subrayados, las mismas inquietudes. En sus palabras, la misma rebeldía insobornable.
Tuvieron noches de luna y cervezas, de largas conversaciones. Rieron, rieron, rieron. Acarició su pelo, besó sus labios, juntaron sus cuerpos. Y a menudo se les hizo de día con los ojos abiertos.
Soñó en silencio con compartir la isla utópica que ella iba inventando, los inciertos caminos, el riesgo de la aventura y el calor amigo de su hoguera india.
Pero sólo estaba permitido vivir el momento, prohibido asomarse al mañana. Era fácil olvidar esta norma no escrita, tanto como difícil imaginar un futuro sin ella.
Y ella fue quien lo expulsó, mientras apartaba su mirada. Jamás pensó escuchar esa orden de su boca, pero no le sorprendieron los motivos que no dijo. Hacía ya tiempo que en aquel paraíso no quedaba sitio para él.
Había mordido la manzana, claro, pero ésa no era la causa. Si lo fuera, no importarían entonces la herida ni el destierro: por nada ni nadie hubiera renunciado a aquel intenso y jugoso bocado de vida.
(Fotografía del autor: Muchacha en el Café de los Poetas. Buenos Aires, marzo 2010).