Tras más de treinta años en la capital de España, tengo ahora un pie –cuando menos- en Sevilla. Por razones que no son difíciles de imaginar, mi vida personal -y progresivamente la profesional- se va mudando aquí.
Sevilla –sé que no les descubro nada- es una ciudad muy diferente a Madrid. Ese rompeolas de las Españas -que decía Antonio Machado-, en la etapa desarrollista de los sesenta y setenta fue diluyendo el madrileñismo hasta convertirlo en algo residualmente castizo. Como es sabido y repetido, pocos de los tres millones de madrileños actuales podrían asegurar serlo de varias generaciones. Por ejemplo, la población de origen abulense en la Comunidad de Madrid -según me aseguraba un ex concejal de la capital- equivale cuantitativamente a la que queda en toda la propia provincia de Ávila, mi tierra natal. El estudiante universitario que fui, el que llegó de su pueblo a Madrid, estará eternamente agradecido a esa ciudad mestiza y acogedora que le proporcionó una impagable sensación de libertad y de hospitalidad que hoy continua.
Creo que fue Julio Camba quien afirmó que para ser madrileño bastaba con bajarse de un tren en la estación de Atocha y comerse un bocadillo de calamares. Con apearte en Santa Justa, irte al centro y pedir unas papas aliñás no apruebas ni el primer cuatrimestre de una asignatura optativa de primer curso de sevillanismo básico. Ni aunque leas a Chaves Nogales mientras saboreas la tapa. Sevilla no sólo no ha diluido su fuerte personalidad histórica, sino que es casi un microcosmos de rasgos singulares que no se parece a ningún otro lugar.
Por fortuna, en Sevilla a nadie se le ha pasado por la cabeza idear un término despectivo –equivalente a charnegos o maketos- para referirse a quienes llegamos desde otras comunidades a vivir y trabajar aquí. Dejando a un lado que no haya sido, históricamente, tierra de inmigración masiva, no existe ningún ánimo de exclusión ni de señalar socialmente ciudadanías de segunda clase por carencia de pedigrí. Siento que quien llega es bienvenido, pero –eso sí- será él quien tenga que ir cogiendo el aire a una ciudad que jamás renunciará a ser ella misma.
En otros lugares, determinadas tradiciones sólo son la repetición de gestos con ánimo folclórico y simbólico. Como dijo Víctor Pradera en otro contexto, aquí tradición no es lo pasado, sino el pasado que sobrevive y tiene virtud de convertirse en futuro. Hace unos meses tuve la experiencia de mi primera Semana Santa sevillana de la mano de una anfitriona inmejorable. Era la primera vez que no estaba ante un ritual que una parte de la población escenifica y el resto presencia, sino ante algo que prácticamente toda la ciudad vive con intensidad.
Voy paladeando -ahora ya a sorbos, tras una primera impresión rayana con el síndrome de Stendhal- el lujo para los cinco sentidos que es esta ciudad. Su arte, su cultura, su patrimonio arquitectónico y pictórico, la historia saliéndote al encuentro a cada paso, su gastronomía, su habla, la particular idiosincrasia de sus gentes… Y no tendría ni por asomo la osadía de intentar definir o describir nada, porque aún tengo que aprenderlo casi todo. Creo que a Sevilla hay que acercarse sencillamente intentando ver y escuchar, ir captando y comprendiendo, con los ojos y el alma abiertos. Y con algo más: respeto. Esa virtud casi olvidada, sustituida -como dice Fernando Sánchez Dragó- por el equívoco sucedáneo de la tolerancia.
En este tiempo ya he aprendido que cuando alguien me dice que no le echo cuentas no tengo que pensar en números. Que los chalecos pueden tener mangas. O que si me recomiendan comprarme unos botines en pleno verano no hay motivos para que me entren sudores fríos… También he asumido resignadamente la condición de malaje que me atribuyen, que le vamos a hacer. Que me añada Eusebio León a sus listados.
En mi profesión de abogado, poco nuevo bajo este sol del Sur. Quizá la única diferencia sean las demoras más prolongadas –aún- que las que sufrimos en Madrid. Pero sigo encontrándome más o menos lo mismo: una judicatura que va desde profesionales magníficos en su conocimiento del Derecho y en su ecuanimidad hasta otros –por fortuna, la excepción- cuyo erróneo sentido de la autoridad pasa por maltratar a mis compañeros; desde abogados ante los que me quitaría el sombrero, por sus conocimientos, por su profesionalidad, por su compañerismo, hasta santones inexplicablemente bien considerados cuyo ánimo de lucro supera con creces a su ética; desde funcionarios diligentes y atentos hasta algunos –también por fortuna minoría- cuya desidia es más que palpable… e, invariablemente –esto no cambia en toda la geografía española-, la falta de medios y el abandono a las que es sometida nuestra maltratada Justicia por todas las Administraciones públicas.
Entre una belleza sin par, me topo también, inevitablemente, con lo feo. En Madrid me cabreaba. En Sevilla me da coraje.
Sevilla –sé que no les descubro nada- es una ciudad muy diferente a Madrid. Ese rompeolas de las Españas -que decía Antonio Machado-, en la etapa desarrollista de los sesenta y setenta fue diluyendo el madrileñismo hasta convertirlo en algo residualmente castizo. Como es sabido y repetido, pocos de los tres millones de madrileños actuales podrían asegurar serlo de varias generaciones. Por ejemplo, la población de origen abulense en la Comunidad de Madrid -según me aseguraba un ex concejal de la capital- equivale cuantitativamente a la que queda en toda la propia provincia de Ávila, mi tierra natal. El estudiante universitario que fui, el que llegó de su pueblo a Madrid, estará eternamente agradecido a esa ciudad mestiza y acogedora que le proporcionó una impagable sensación de libertad y de hospitalidad que hoy continua.
Creo que fue Julio Camba quien afirmó que para ser madrileño bastaba con bajarse de un tren en la estación de Atocha y comerse un bocadillo de calamares. Con apearte en Santa Justa, irte al centro y pedir unas papas aliñás no apruebas ni el primer cuatrimestre de una asignatura optativa de primer curso de sevillanismo básico. Ni aunque leas a Chaves Nogales mientras saboreas la tapa. Sevilla no sólo no ha diluido su fuerte personalidad histórica, sino que es casi un microcosmos de rasgos singulares que no se parece a ningún otro lugar.
Por fortuna, en Sevilla a nadie se le ha pasado por la cabeza idear un término despectivo –equivalente a charnegos o maketos- para referirse a quienes llegamos desde otras comunidades a vivir y trabajar aquí. Dejando a un lado que no haya sido, históricamente, tierra de inmigración masiva, no existe ningún ánimo de exclusión ni de señalar socialmente ciudadanías de segunda clase por carencia de pedigrí. Siento que quien llega es bienvenido, pero –eso sí- será él quien tenga que ir cogiendo el aire a una ciudad que jamás renunciará a ser ella misma.
En otros lugares, determinadas tradiciones sólo son la repetición de gestos con ánimo folclórico y simbólico. Como dijo Víctor Pradera en otro contexto, aquí tradición no es lo pasado, sino el pasado que sobrevive y tiene virtud de convertirse en futuro. Hace unos meses tuve la experiencia de mi primera Semana Santa sevillana de la mano de una anfitriona inmejorable. Era la primera vez que no estaba ante un ritual que una parte de la población escenifica y el resto presencia, sino ante algo que prácticamente toda la ciudad vive con intensidad.
Voy paladeando -ahora ya a sorbos, tras una primera impresión rayana con el síndrome de Stendhal- el lujo para los cinco sentidos que es esta ciudad. Su arte, su cultura, su patrimonio arquitectónico y pictórico, la historia saliéndote al encuentro a cada paso, su gastronomía, su habla, la particular idiosincrasia de sus gentes… Y no tendría ni por asomo la osadía de intentar definir o describir nada, porque aún tengo que aprenderlo casi todo. Creo que a Sevilla hay que acercarse sencillamente intentando ver y escuchar, ir captando y comprendiendo, con los ojos y el alma abiertos. Y con algo más: respeto. Esa virtud casi olvidada, sustituida -como dice Fernando Sánchez Dragó- por el equívoco sucedáneo de la tolerancia.
En este tiempo ya he aprendido que cuando alguien me dice que no le echo cuentas no tengo que pensar en números. Que los chalecos pueden tener mangas. O que si me recomiendan comprarme unos botines en pleno verano no hay motivos para que me entren sudores fríos… También he asumido resignadamente la condición de malaje que me atribuyen, que le vamos a hacer. Que me añada Eusebio León a sus listados.
En mi profesión de abogado, poco nuevo bajo este sol del Sur. Quizá la única diferencia sean las demoras más prolongadas –aún- que las que sufrimos en Madrid. Pero sigo encontrándome más o menos lo mismo: una judicatura que va desde profesionales magníficos en su conocimiento del Derecho y en su ecuanimidad hasta otros –por fortuna, la excepción- cuyo erróneo sentido de la autoridad pasa por maltratar a mis compañeros; desde abogados ante los que me quitaría el sombrero, por sus conocimientos, por su profesionalidad, por su compañerismo, hasta santones inexplicablemente bien considerados cuyo ánimo de lucro supera con creces a su ética; desde funcionarios diligentes y atentos hasta algunos –también por fortuna minoría- cuya desidia es más que palpable… e, invariablemente –esto no cambia en toda la geografía española-, la falta de medios y el abandono a las que es sometida nuestra maltratada Justicia por todas las Administraciones públicas.
Entre una belleza sin par, me topo también, inevitablemente, con lo feo. En Madrid me cabreaba. En Sevilla me da coraje.