Dos bastones

Mi abuela Elisa guardaba en su casa algunos objetos personales de su marido y ahora, tras la muerte de ella, las hijas decidieron sortearlos entre los cuatro nietos varones como recuerdo.

- ¿Y a mí qué me ha tocado? -le pregunto a mi madre con curiosidad.
- Un bastón.

Y entonces mi mente se remonta en el tiempo.

***

Mi abuelo Heliodoro murió cuando yo tendría unos ocho años. Era el encargado del cuidado y mantenimiento de Fomento Pecuario en Ávila, unas instalaciones del Ministerio de Agricultura.

Dentro del complejo se ubicaba un laboratorio de sanidad animal, en el que trabajaban varios veterinarios. En los establos se guardaban sementales de toros, creo que de raza charolais. En alguna etapa recuerdo que hubo cerdos. Creo que también llegó a haber ovejas -aunque yo no lo conocí-. Y mi abuela tenía sus gallinas y sus patos. En la temporada de la Parada Hípica abulense, venían cada año un brigada y varios reclutas del ejército y se alojaban también allí. Y, si se lo pedía mi abuelo, me subían a uno de sus caballos. Como yo veía animales de todo tipo, aumenté por mi cuenta la fauna del lugar, trayendo unos peces que cogí con una redecilla en el cercano río Adaja y que pasaron a vivir, bajo mi estrecha vigilancia, en un pilón de agua sin clorar que se situaba en el centro del patio superior. También había muchos árboles frutales. Y un columpio que mi abuelo había colgado en la rama más grande de un viejo árbol... Ir a la casa de mis abuelos en vacaciones era, para un niño, pasar el verano en la mejor granja escuela del mundo.

De Heliodoro recuerdo que criaba pájaros, fumaba tabaco de liar (por supuesto, usaba encendedor de mecha) y leía aquellas novelas del Oeste que firmaban Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane. A veces me decía que le acompañara a hacer gestiones a la Dirección Provincial de Agricultura o a algún encargo por el centro de Ávila y, antes de regresar, me compraba tebeos en la librería del Grande. 

Yo tendía a imitarle. Por ejemplo, él era muy aficionado a la carpintería, tenía maquinaria y buen equipamiento, y se fabricaba algunos de sus propios muebles. Así que me tuvo que acabar regalando un juego de carpintería infantil con metro, serrucho, martillo... todo de plástico.

Mi abuelo se había hecho un bastón de madera, cuya empuñadura era una cabeza de perro, tallada a navaja con todo detalle. Y había regalado a sus yernos unos parecidos. Y, cómo no, le dije que me hiciera un bastón como el suyo. 

- Así que tú también quieres uno...

Asentí con la cabeza.

- Ven.

Entonces pacientemente buscó conmigo una pequeña rama de árbol con forma adecuada. Y luego me talló a navaja una cabeza de perro, pintó la lengua en rojo, lo barnizó e improvisó detalles. El resultado era un bastoncillo que no llegaba a cincuenta centímetros de altura.

Pero yo paseaba al lado de mi abuelo, con mi bastón en miniatura, más ufano que Antonio Gala. Una escena impagable. 

***

- Éste es el bastón que te ha tocado- me dice mi madre mostrándomelo.

Enseguida busco a su "hijo pequeño", que aún conservaba. Treinta y tantos años después, los dos bastones vuelven a estar juntos. 

El azar de un sorteo me ha hecho recordar. Y sonreír con ternura.

Achaques

- ¿No te parece que tengo este pie por aquí más hinchado que el otro?
- Es un juanete
- ¿¿¿¿Cómo que un juanete???? -pregunto horrorizado.
- Sí, cariño, es un juanete de los de toda la vida.
- ¡Juanetes!... Pero ¿cómo voy a tener yo juanetes, si eso es una cosa que en mi pueblo tenían las amigas de mi abuela, señoras de más de ochenta años?
- Victoria Beckham tiene juanetes.
- Pero esto se podrá operar o algo, ¿no?... Y digo yo, ¿qué consecuencias tiene?
- Que te molestarán algunos zapatos, por ejemplo... A ver si te vas a traumatizar porque te diga que tienes juanetes...
- ¡Pero como no me voy a traumatizar...! Esto marca el principio del fin, estoy con un pie en la tumba... Un pie con juanete, además. 
- Jajajajaja, qué exagerado eres, anda...

Tú estás acostumbrado durante años a que casi todo se cura. La gripe, la faringitis, los resfriados... se pasan en pocos días. Se te cae un diente y al principio te sale otro sin más; luego te ponen una endodoncia y ya está. Tienes una herida, cicatriza y listo. Se rompe un hueso, te escayolan y, poco tiempo después, a correr. Incluso una hernia, un apendicitis o qué sé yo, se operan y Santas Pascuas. 

Pero, a partir de cierta edad, parece que las cosas llegan para quedarse, las muy cabronas: el reuma, la próstata, la gota...

Recuerdo que tendría yo poco más de treinta años -en la más tierna juventud, por tanto, no me lo discutan- y le comento a mi hermana médico: 

- Últimamente me cruje aquí cuando me levanto después de estar un rato sentado.
- Es el menisco.
- ¿Y cómo se soluciona?
- Pues nada, normalmente convives con ello y, sólo en determinados casos, se opera.
- Pero ¿cómo que convives con ello? ¿ya el resto de mi vida tengo que escuchar un crujido cada vez que me ponga de pie?

Yo es que llevo fatal esto de hacerse mayor, no sé si se nota. Además, juanetes suena muy vulgar, no te puedes ni siquiera dar importancia. 

Y estoy en un mar de dudas: ¿Puedo seguir dando un bote cuando el Atleti marque un gol? ¿Me van a entrar las aletas para el snorkel? ¿Es posible subir una montaña con juanetes? Si me persigue un policía por apoyar al 15-M, ¿me alcanzará por culpa de los juanetes? Esto es un sinvivir. ¿Alguien con juanetes en la sala?

(Fotografía del autor. Koh Samui, 2009).