Elegir

La vida es elegir. Acertar o equivocarse. Y no saberlo nunca con certeza: aunque la decisión salga bien, nunca sabremos si la otra hubiera salido mejor; y si la decisión sale mal, nunca sabremos si la otra hubiera sido aún peor.

La vida es elegir, tomar caminos, optar por personas, por quehaceres, por lugares... La vida es el vértigo de no tener delante huellas que seguir (en lo personal, la experiencia ajena nunca sirve como propia), de no tener camino de retorno, de no saber qué deparaban las sendas que dejamos a un lado.

Me sorprenden las personas que tienen la certeza de que, aunque vivieran mil vidas, volverían a hacer lo mismo: a compartir su existencia con la misma persona, a dedicarse a la misma profesión… Quizá es una gran suerte tener esa sensación, una seguridad, una vocación y una plenitud que a mí me pillan lejanas.

Soy inseguro, pero no indeciso. Dudo, a veces tardo en actuar, pero no me entrego a la parálisis. Cuando he decidido, apuesto, no me arrepiento, no miro ya atrás. Pero a veces me asalta, como puro juego mental, la curiosidad de saber qué hubiera pasado si…

A ratos sueño que me gustaría tener siete vidas y tengo clarísimo que en varias de ellas no haría lo mismo que en la única que realmente tengo. Que en varias de esas vidas no sería abogado, sino periodista o escritor, o hasta político de verdad (a ver si cambias las cosas o inevitablemente las cosas te cambian a ti), o profesor, o viajero que se va buscando la vida de un lado a otro y no necesita muchos ingresos… Que en los amores hubiera probado a decir sí a personas a las que dije no, a veces porque ya estaba en otra relación. O a decir algo a personas a las que no dije nada y saber si hubiera sido sí o no. Que en algunas de esas vidas arriesgaría más, sin miedo, y a ver qué pasaba. Me gustaría, sí, vivir varias vidas o incluso ser varias personas.

La vida es elegir. Porque, además, cuando no eliges tú, la vida a menudo te atropella y elige por ti, eligen los demás o las circunstancias, y casi siempre mal. Hasta para equivocarse es mejor hacerlo uno mismo.

La vida es elegir. Acertar o equivocarse. Y no saberlo nunca con certeza. Porque aprendemos a vivir mientras vivimos.

(Fotografía: Dudas, de Hombreluz1986, de la galería de imágenes Creative Commons de Flickr).

Feliz Navidad 2009

En estos días de diciembre (entre el 21 y el 26 aproximadamente) de nuestro actual calendario, alrededor de nuestro solsticio de invierno (el día más corto y la noche más larga del año en este hemisferio), muchos pueblos de la antigüedad (entre ellos nuestros antepasados celtas e iberos), y en los más diversos lugares de la tierra, coincidían en celebrar sus fiestas en honor al sol, a veces divinizado: Helios y Apolo en Grecia, Mitra en Persia, Huitzilopochtli entre los aztecas, Inti para los incas, Frey para los germanos y escandinavos… También los romanos situaron en similares fechas las fiestas en honor de Saturno.

Aunque el nacimiento de Jesús casi con total seguridad no se produjo en invierno (según el relato evangélico, había pastores pasando la noche al aire libre con sus rebaños y el cielo estaba estrellado), el cristianismo, siguiendo su costumbre de adaptar, absorber y así neutralizar ritos paganos muy enraizados, acabó declarando, a partir del siglo IV, el 25 de diciembre como la fiesta de la natividad de Cristo.

Plagada de tradiciones de lo más diverso en cada lugar, pero con el fondo compartido de un mensaje universal de paz y de amor, la Navidad se fue consolidando como una fiesta común a buena parte del mundo y así ha llegado hasta nuestros días.

Quienes me conocen de cerca, saben de sobra lo poco navideño que soy en cuanto a lo externo, me han escuchado despotricar mil veces contra las actuales navidades y me han visto huír en los últimos años hacia otros países. No me gustan la mayoría de los villancicos, ni las panderetas, ni los que piden el aguinaldo, ni los reportajes sobre los ganadores de la lotería, ni los estereotipos de la publicidad, ni la lombarda, ni el mazapán, ni el champán…, no tengo interés por el discurso del rey, ni por los especiales de la tele, ni por el anuncio de Freixenet, el Cuento de Dickens ya me cansó, hace tiempo que no empiezo el año atragantándome con doce uvas, me dan grima los adornos navideños, me parece obsceno -tal y como está el patio- lo que se gastan aquí en una exageradísima iluminación navideña de las ciudades, y me revuelve las tripas la hipocresía de los supuestos buenos deseos de entidades a las que resultas completamente indiferente, o de personas que el resto del año te pisarían el cuello si te dejaras. Esto, por no seguir con una lista interminable.

Pero también, cuando surgieron los primeros iconoclastas contemporáneos dispuestos a extirpar belenes y estrellas y, con ello, cosas más profundas, me escucharon cambiar el discurso y hacerme fuerte junto al nacimiento. No pasarán. Contra la Navidad vivía mejor, podría bromear.

Y es que, a mí, en realidad, costumbres anecdóticas aparte, no me molesta la Navidad por su significado, sino por lo contrario: porque se ha ido desproveyendo de cualquier significado o, lo que es aún peor, llegando a encarnar lo contrario de lo que se supone que le dio origen. No consigo tomar como aceptable que el nacimiento de Jesús de Nazaret, un símbolo, entre otras cosas, de la austeridad como actitud vital, se celebre en la actualidad con un impresionante despliegue consumista. Es un contrasentido tan absurdo como si el aniversario de Teresa de Calcula lo festejásemos con una orgía sexual o el aniversario del Che Guevara lo conmemorásemos con un banquete de lujo para privilegiados. Una pura incoherencia. No le encuentro el menor sentido a que, en la hipotética celebración del nacimiento de Cristo, de lo que se hable sea del precio del cordero y de los langostinos. Lo siento, pero, aunque me hayan salido algunas canas, dentro de mí sigue habitando ese mismo niño rebelde, observador y preguntón, que continúa negándose a tomar como normal lo que no le parece normal.

El Jesús de la tradición es el Dios que decide encarnarse en la historia y hacerse hombre con los hombres. El que nace en un establo, en la familia humilde de un carpintero y una joven hebrea. El que sabe compartir la alegría y multiplicar el vino en la celebración con su gente. El que sabe buscar su soledad y su reflexión en el desierto. El que llora ante la muerte del amigo. El que salva la vida a la mujer adúltera haciendo a los demás volver la mirada hacia sí mismos. El que se rodea de gente de a pie y de excluidos, el que no rehúye a los leprosos, ni a los paralíticos, ni a los publicanos, ni a las prostitutas… El que proclama la buena nueva para los pobres, los hambrientos, los enfermos, los que sufren. El que expulsa a los mercaderes del templo. El que asegura que a cada día le basta con su afán. El que dice que las normas deben estar hechas para el hombre y no el hombre para las normas, que la ley ética no estará ya escrita en tablas sino que cada cual la llevará en su conciencia y su corazón. El que habla de compartir, de perdonar, de la autenticidad personal, del reino de la justicia…El que proclama como nuevo mandamiento el amor a los demás. El que muere ajusticiado por blasfemo, en medio de dos ladrones. El que había asegurando que la vida podía vencer a la muerte. Un mensaje revolucionario en la sociedad de su tiempo, que, a veces para mal y a veces para bien, cambió la historia y transformó el mundo. Una figura que, dos milenios después, sigue siendo, como dice el filósofo José Antonio Marina, Patrimonio Espiritual de la Humanidad.

Y, ahora, con ese relato, haga cada uno lo que quiera. Vívalo desde la fe el que así lo sienta y lo crea. Y acéptelo el que no como una leyenda, como un mito, como esas historias de los pueblos indígenas que quizá ya pocos creen a pies juntillas como sus antepasados, pero que todo el mundo respeta como un rico legado que dice mucho de su identidad colectiva y de su cosmovisión. Querer prescindir de ese componente cultural de nuestra civilización me parece de una ceguera impresionante.

De ahí, nace una visión del hombre, de la libertad, de la dignidad, que, tamizada luego tras un sanísimo e intenso baño de laicidad (que otras creencias no han permitido y de ahí su falta de evolución), es la semilla que ha generado el espacio geopolítico más avanzado del planeta en los conceptos jurídico-sociales y en los derechos humanos, un espacio donde (a diferencia de otras amplias zonas del mundo, no lo olvidemos) no impera ya la ley del Talión, un espacio donde (a diferencia de otras amplias zonas del mundo, insisto en esa realidad) la mujer va consiguiendo a pulso su espacio y no tiene que ocultar su rostro… y así decenas y decenas de ejemplos.

Me siento tan lejos de los impositores de crucifijos como de los proscriptores de belenes. Lejos de los que quieren que, por sus cojones, un espacio educativo de carácter público esté presidido por su símbolo religioso, vaya usted a saber por qué, para qué y con qué sentido. Pero lejos también de los que quieren eliminar cualquier resquicio de historia, de espiritualidad, de cultura, de tradición, de los valores que no les gustan. Cierto es que tienen una ardua y larguísima tarea: desde modificar la numeración de los años para que no nos acordemos desde cuándo los contamos hasta cambiar de nombre al domingo, desde modificar la denominación de la Cruz Roja hasta llamar de otra forma a los Sanfermines, desde desmontar catedrales hasta descolgar cuadros de los museos… Ganas no les faltan, pero no sé si la realidad de siglos se puede borrar tan fácilmente.

Y, sobre todo, ¿para sustituirla por qué? Porque, frente a las viejas creencias y valores de nuestros padres y abuelos, todo lo ingenuos que se quiera, lo que ahora se nos ofrece como alternativa es el modelo del todo vale, la sociedad hedonista, el materialismo, la acumulación sin esfuerzo y sin escrúpulos, la ostentación… Nada nuevo bajo el sol: es la adoración del becerro de oro, ahora transformado en marcas de ropa o en grandes vehículos, entre otras apariencias.

Entiendo que la antipatía hacia lo cristiano a veces está producida por una justificadísima aversión a las Iglesias establecidas. Históricamente, en nombre de todos los dioses se han hecho barbaridades que los mismos dioses hubieran condenado. Las jerarquías de las iglesias actuales se parecen a su pretendido modelo, Jesús de Nazaret, como un huevo a una castaña. Podrían reconocerse mucho mejor en la casta sacerdotal de su tiempo, a la que Jesús tanto fustigó. Pero el cristianismo, como sustrato cultural y de pensamiento en el que se cimenta buena parte de nuestra identidad, no tiene mucho que ver con las confesiones organizadas. Con ellas o contra ellas, es parte –irrenunciable, creo yo- de la realidad en la que hemos nacido y en la que vivimos.

No estoy hablando estrictamente de religión. Hablo de valores, de concepciones. De esos valores elementales, sociales, culturales, que nos caracterizan y que deberían estar representados en nuestras tradiciones, si quisiéramos de verdad dar a éstas algún sentido que no fuera puramente comercial.

Por eso, por su autenticidad sin adornos, me gustó tanto mi entrañable cena de navidad del año pasado. En Buenos Aires, sin iluminaciones estridentes, sin el mantel de los días especiales, sin cumplidos, sin ceremonias y sin lujos. En un pequeño y modesto apartamento, casi improvisando la comida, echándonos unas risas, con dos personas a las que quiero y teniendo a tiro de piedra (de teléfono, de correo electrónico, de recuerdo o de buenos deseos) al resto de mi gente. Celebrando, como decía por entonces, que un año más estamos juntos.

Estos días es Navidad, el solsticio de invierno de nuestros antepasados más remotos, la celebración de la esperanza de nuestros antepasados más cercanos. La fiesta del sol, de la luz, de la vida. Ese mensaje universal de paz y de amor al que antes hacía referencia. Una tradición, un símbolo milenario, algo que nos une por encima de creencias y de descreencias. Si ustedes prefieren no celebrarlo porque sienten que sus fiestas son otras y su cultura diferente, están en su derecho, claro que sí, defiéndanlo. Si quieren celebrarlo como se nos propone, como la fiesta del consumo, de la cena opípara y del regalo obligatorio y por cumplir, allá ustedes. Si deciden celebrarlo desde su fe personal, a pesar de tanto político coñazo empeñado no en una aconfesionalidad respetuosa sino en un laicismo beligerante, les felicito por su coherencia. Y si deciden simplemente festejar la vida, compartida con la gente a la que quieren, mi más calurosa enhorabuena.

A todos y todas, feliz Navidad.


(Ilustración: Navidad, pintura de Goyo Domínguez)

El secreto de sus ojos


Hay pocos directores de cine de los que me guste todo lo que he visto. Me ha pasado hasta el momento, por ejemplo, con Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos, Los otros, Mar adentro…, aunque no he visto todavía Ágora). También con Fernando León de Aranoa (Familia, Princesas, Los lunes al sol…).

Otro de esos directores con los que siempre tengo sensación de acertar cuando voy al cine es el argentino Juan José Campanella: El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia y Luna de Avellaneda están entre mis películas favoritas.

En general, una parte del cine argentino viene demostrando que, sin contar ni de lejos con los recursos de Hollywood se puede obtener, sin embargo, un producto más que digno y de calidad. Y en ello, sobresale Campanella.

En sus trabajos, suele articular un planteamiento moral: el retrato de quien apuesta por sus principios, que por lo general resulta socialmente perdedor y se queda sólo con la íntima satisfacción de haber sido fiel a sí mismo. Y construye siempre la trama sobre dos pilares, el de la emotividad y los sentimientos, por un lado, y el del ingenio y el buen humor, por otro. Quizá por todo eso me gusta, porque con esos ingredientes, con los que tan identificado me siento, cualquier receta que cocine siempre será de mi gusto. Pero es que, por si fuera poco, Campanella realiza sus filmes con buen gusto y buen oficio: lo visual, la interpretación y los diálogos son siempre de gourmet.

El secreto de sus ojos es un ejemplo de ello. Si tuviera que decir algo sobre ella les aseguraría sencillamente que, para mí, esto es el cine. Así, sin más. Palabra, imagen, interpretación.... Y esta envolvente película tiene todo. Tanto que la trama –en esta ocasión semipolicíaca- incluso me parece lo de menos, casi casi una excusa si me apuran, para escenificar lo que importa: el afán de justicia, la lealtad, las relaciones humanas... Sí me quedo con otra de las historias que está, aparentemente en segundo plano: el amor, las decisiones y las indecisiones, lo que pudo haber sido y no fue, las segundas oportunidades... Pero, sobre todo, me quedo con los diálogos chispeantes, deliciosos. Con los planos cuidadísimos, siempre sugerentes. Y con una interpretación sensacional.

Darín, sobresaliente, como es habitual. Con la actriz y cantante Soledad Villamil ni siquiera puedo ser objetivo, a mí me gusta desde que aparece en pantalla. Pero la grata sorpresa esta vez fue un Guillermo Francella colosal: la caracterización, el personaje, las frases, los gestos…

Hay escenas fantásticas. Desde el punto de vista cinematográfico, la secuencia del estadio de fútbol, con una mezcla de imágenes reales y recreación virtual, logradísima. Y, entre las destacables por diálogo e interpretación, yo me acuerdo ahora de una impagable, la del Juez echando la bronca a los dos funcionarios, Benjamín Expósito (Darín) y Pablo Sandoval (Francella), por una pifia investigadora que llevan a cabo sin su consentimiento. Y, sobre todo, de otra absolutamente memorable, cuando Sandoval, con la ayuda de un cliente del bar erudito en fútbol, desentraña algunos datos de unas cartas con esta reflexión: un tipo puede cambiar de casa, de trabajo, de ideología, de religión… pero hay algo que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión.

Si yo votara en los Óscar, ni lo dudaría. No les cuento más. Háganme caso, no se la pierdan.