Lo del himno (I). La patología de los símbolos en España

El Comité Olímpico Español da marcha atrás, así que me parece que los espectadores de los encuentros deportivos seguirán cantando chunda-chunda cuando suene el Himno Nacional.

Antes de comentar qué opinión me parece lo del himno, la necesidad o no de que sea cantado y la letra propuesta, una primera reflexión es que esto de los símbolos nacionales en España es un caso muy peculiar. Cuando viajas por el mundo, te das cuenta de que en casi todas partes la gente tiene asumidos los símbolos que representan a su país. En algunos sitios, con un alarde para mi gusto exagerado, pero en la mayoría con bastante normalidad. Aquí, no.

Escribía una vez Juan Luis Cano (Gomaespuma) que si ves, por ejemplo, a un tipo con una bandera del Real Madrid, automáticamente piensas que será simpatizante del Real Madrid. Pero si ves a un tipo con la bandera de España, automáticamente piensas que será... de derechas.

Prescindo del problema específico de los nacionalismos separatistas (que no es que no se identifiquen con los símbolos españoles, sino que no se identifican con España misma). Me centro en los que sí se sienten españoles pero no se consideran representados por los símbolos nacionales o no se sentirían cómodos utilizando los mismos.

Esta patología nacional hunde sus raíces en varios episodios históricos. La II República cambió la que había venido siendo secularmente bandera española -incluido el período de la I República, en el que se mantuvo-. Esto provoca que, cuando estalla la guerra civil, los dos bandos no se identifican con una misma bandera nacional. Exactamente lo mismo pasó con el Himno, pues durante la II República el Himno de Riego sustituyó a la Marcha Real o Marcha Granadera. Y, finalmente, resulta que la restauración de la que había sido bandera española y del que había sido himno nacional durante siglos vino de la mano del bando nacional primero y de la dictadura franquista después, lo que condicionó muy negativamente su aceptación común.

Con ese antecedente, durante generaciones, media España no ha identificado esa bandera y ese himno con la nación, sino con un régimen, lo que provoca un serio problema de sentimientos.

Pero alguna solución habrá que darle, ya que -salvo el escudo- los símbolos no se cambiaron con la llegada de la democracia y no parece que haya otros que tengan mayor raigambre histórica o que susciten mayor consenso popular.

La izquierda española tuvo en sus manos haberlo resuelto, quizá lo tiene aún, promoviendo su uso y su aceptación de forma didáctica y evitando que sean patrimonializados por ciertos sectores. Porque a mi juicio no tiene tanta importancia cuáles sean en concreto los símbolos elegidos, si llevan una franja de un color o de otro, si las notas musicales son unas u otras, pero sí tiene cierta trascendencia política, sociológica y de homologación internacional que no seamos un caso único y extraño, y que haya unos símbolos comunes que nos representen a todos.

Repásese cualquier país que haya sufrido una dictadura: Chile, Argentina, Cuba, etc. Aunque los regímenes intentaron apropiarse de los símbolos del país, la oposición no renunció a ellos y los utilizó también como propios.

Santiago Carrillo decía que en alguna ocasión llegaron a plantearse en el PCE clandestino haber sacado a los trabajadores a manifestarse masivamente en la calle por las libertades portando banderas rojigualdas, porque eso hubiera descolocado a los grises en primera instancia y al propio aparato político franquista finalmente. Qué pena que no lo hicieran, porque hubiera contribuido a mostrar que la bandera era de todos y no del régimen, y porque uno de los grandes males políticos de este país, en mi opinión, es precisamente la carencia de sentido nacional en la izquierda, que se pueda tener un sentimiento de españolidad y a la vez un cierto sentido de la justicia social y que no parezca que ambos son incompatibles.

Y esta patológica costumbre de identificar la patria con determinadas formulaciones políticas está muy arraigada en la calle. Con ocasión de las encuestas que hacían estos días sobre la letra del himno, vi que en un video de la edición digital de El País salía una señora diciendo: “Lo de 'Viva España' a mí no me gusta, es que yo soy republicana”, que a mí me sono igual que “no me gusta mucho la velocidad, yo soy más de comer tocino”. ¿Qué pasa, que no se puede ser republicano y español a la vez? Está claro que siempre me toca ser un bicho raro. ¿No se puede gritar un viva a tu país si no eres monárquico? Que se lo digan a los franceses, o a los norteamericanos, o a centenares de pueblos del mundo…, que pueden vitorear a su nación cuando les place y a la vez son inequívocamente republicanos.

En fin, que a mí las exaltaciones patrioteras no me gustan, los nacionalismos de todo signo me repelen, pero me parece que esto no está reñido con asumir con normalidad tu pertenencia a una colectividad nacional, con su pasado, con su cultura y –sería lo deseable- con su proyecto de futuro compartido. Porque la pertenencia a un país no es anecdótica, determina muchos aspectos de tu carácter, de tus costumbres, del modelo de convivencia en el que te mueves… Y todos los países tienen unos símbolos para identificarse. No hay que sacralizarlos de forma fanática o exagerada, pero tampoco hay que prescindir de ellos, insisto en que deberían ser un signo de normalidad.

De hecho, en la vida cotidiana, los símbolos, los logos, las sintonías, etc. se usan con frecuencia y sin problemas. Los utilizan los clubes deportivos, las asociaciones de todo tipo, las empresas, los grupos musicales, las tribus urbanas, las marcas comerciales… Y resulta verdaderamente esperpéntico que no se puedan usar con normalidad los símbolos de tu país, pero sólo los de tu país, porque sí se pueden utilizar los de colectividades más grandes o más pequeñas. Si vas a una manifestación del 1º de mayo con una bandera europea, no pasa nada. Si vas con una bandera de Asturias, de Murcia o de Andalucía, tampoco. Pero si apareces con una bandera de España, es decir, la que representa a todos los trabajadores de este país, te mirarán como si fueses un bicho raro al que se le hubiese ido la pinza. Y eso no pasa en ningún lugar del mundo: los trabajadores franceses, alemanes, peruanos o ecuatorianos, por decir algunos, sí usan su bandera nacional sin reparos.

La verdad es que estaría bien que la derecha no hiciera un uso patrimonial de los símbolos nacionales, pero estaría mucho mejor que la izquierda hiciera un uso normal de los símbolos nacionales. Porque, por mucho que la derecha quisiera apropiárselos, si la izquierda no renunciase de facto a ellos, como hace, el problema posiblemente no existiría y los españoles seríamos normales en esto.

Bueno, y tras esta introducción, que no hubiera sido necesaria en cualquier otro lugar, pero que en España parece que sí lo es, en otra entrada daré mi parecer en concreto sobre el himno y sobre las letras que se han barajado.

Ángel González

Poseía esa envidiable magia de poner los sentimientos en palabras y de hacer sencillo lo profundo.

Durante el franquismo, aquellos malos tiempos para la lírica, fue poeta de lo social, junto con la notable y fecunda generación poética de José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, entre otros. Más tarde, nos obsequió con los versos de amor que antes no había podido escribir, como decía Paco Ignacio Taibo, “por falta de tiempo y sobra de conciencia”.

Leer por vez primera a Ángel González fue para mí un gozoso descubrimiento. Después, esa poesía la he podido saborear en muchas circunstancias. Tengo siempre por casa, nunca demasiado guardada, una antología personal que publicó Visor con el título A todo amor, que incluía una grabación con la voz del autor. También me gusta escuchar el maravilloso disco que grabó el poeta al alimón con Pedro Guerra, La palabra en el aire.

En ese CD se incluye uno de sus poemas más conocidos, Me basta así:

(...) Si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida
con tu propia
luz (…).



Aquí, en este recital el poeta lee su celebre Para que yo me llame Ángel González, en el que termina autodefiniéndose como:

(...) un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…





Y Joaquín Sabina le retrata en este poema:



Ángel González nos deja otras muchas creaciones inolvidables (Ayer, Cumpleaños, esa ingeniosa Contra-Orden que oponía la poesía a las prohibiciones, ese A veces en que escribir un poema se parecía a un orgasmo, el Dato Biográfico tan visitado por cucarachas, su Inventario de lugares propicios al amor que está pegado en algunos vagones del metro de Madrid, Porvenir, Introducción a las fábulas para animales, esa maravilla que es La vida en juego...), pero si tuviera que quedarme con uno solo de sus poemas, elegiría sin duda éste, en el que retrata ese largo amor que algunas personas son capaces de mantener toda su vida y que incluso les trasciende:

Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo.
Pero nada ya ahora
-ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa-
podrá evitarlo:
exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras
este amor ya sin mí te amará siempre.

La niña y los músicos


Cristina es hija de mis amigos Mario y Clara. En octubre cumplió siete años y siente una fascinación natural por la música. No ha crecido en un entorno de melómanos ni nadie le ha inculcado conscientemente conocimientos o aficiones musicales: simplemente le atrae de forma espontánea la belleza de las melodías.

De muy pequeña, ya pedía a su padre que pusiera música en el coche y ella sola memorizaba enseguida las letras y las iba cantando, con su lengua de trapo que no podía ir al mismo ritmo que la propia canción.

Cuando ahora escucha, por ejemplo, un coro, se acerca con curiosidad infantil y observa atentamente a sus componentes, como si buscara dónde se esconde la clave de que puedan producir esos sonidos que a ella le cautivan.

Como todos los niños, Cris tiene su punto travieso, aunque sólo ha heredado una milésima parte del lado gamberro de su padre. Es inteligente, avispada y tiene un corazón de oro.

Llevábamos unos días en Moscú y ella había ido recogiendo todos los kopeks que encontraba por la calle. Los ciudadanos rusos desprecian esta moneda fraccionaria, que es una centésima parte del rublo y que, por tanto, sería equivalente aproximadamente a 0’03 céntimos de euro. Pero a Cristina le hace ilusión hallar monedas en el suelo, las recoge y las va guardando, haciendo de vez en cuando recuento, no sé si por simple colección o pensando en llegar a comprarse algo.

Está atardeciendo y vamos dando una vuelta por la ciudad. Entramos al metro y, caminando por un pasillo, encontramos a unos músicos callejeros, un cuarteto de cámara interpretando música clásica. Nos detenemos apenas un instante para ver qué dirección debemos seguir, pero Cristina se para y decide enseguida cuál va a ser su butaca de primera fila: se sitúa en el suelo frente a los músicos, completamente entregada.

Nosotros la observamos a prudente distancia. Los músicos ríen. Los transeúntes se paran a mirarla y comentan entre sí… Pero ella sigue ajena por completo a su alrededor, absorta, sólo concentrada en la música y sin perder atención ni un instante.

Cuando terminan su interpretación, Cristina aplaude, se levanta muy decidida y, sin que nadie le diga nada, saca del bolsillo su pequeño tesoro y echa un puñado de kopeks a los músicos.

Éstos se miran y sonríen con ternura. Son apenas unos céntimos, pero sin duda serán las monedas más sinceras y valiosas que recauden ese día.

(Fotografía del autor)