El pasado 18 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento, en Hernani (Guipuzcoa) de Gabriel Celaya, el escritor en el que por fortuna se convirtió Rafael Múgica cuando le advirtieron en su empresa de lo poco serio que resultaba ser a la vez ingeniero y poeta.
Como recordaba hace poco en el caso de Miguel Hernández, guardo también, cuidadosamente anotado -entonces no vivía tan apresurado-, el primer libro que compré de este autor, cuando yo tenía veinte años de edad, ahorrando de mi paga semanal de estudiante. Ya entonces sentía necesaria la poesía en mi vida, como el aire que exigimos trece veces por minuto.
Con Celaya, creí y prediqué que la poesía es un arma cargada de futuro. Y aquellos versos de luchas y de amor sirvieron para alimentar lo que era y lo que de alguna forma aún soy.
Todavía me parece que sería sano hoy que nos aplicáramos lo que el poeta vasco proclamaba en su España en marcha:
Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.
Ni vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.
Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.
Somos bárbaros, sencillos.
Somos a muerte lo ibero
que aún nunca logró mostrarse puro, entero y verdadero.
De cuanto fue nos nutrimos,
transformándonos crecemos
y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto.
¡A la calle!, que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.
No reniego de mi origen,
pero digo que seremos
mucho más de lo sabido, los factores de un comienzo.
Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.
Y me apuntaría a ese desafío de Todo está por inventar:
¿Quién dijo que España es vieja
si aún está por estrenar?
Con algunos años y algunos desengaños más a mis espaldas, sigo creyendo, como Celaya, en la coherencia, en la integridad, en que, a pesar de todo "uno se muere más tranquilo cuando ha hecho todo lo que estaba a su alcance".
Y, eso sí, también busco y saboreo cada día, como puedo y cuando puedo, esos sencillos instantes de felicidad que no se vende:
Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha...