Tiene ochenta años. Su recuerdo más vivo de cuando era niña es cómo, con ocho años, se aferraba desesperada a la pierna de su madre, a la que no volvería nunca más a ver: se la llevaban a rastras para luego asesinarla. Cuidada por su hermana mayor, padeció la miseria de la posguerra. Décadas después, dejó su pueblo y se marchó a Madrid y tuvo que hacer el esfuerzo de alejarse del que había sido su entorno y adaptarse a una nueva vida urbana, para así facilitar las cosas a algunos de sus hijos. Hace algo más de un año, se pasó meses enteros sin apartarse ni un solo instante del lado de su hija, hasta que vio como el cáncer se la llevaba.
Hace poco coincidí con ella. No me habló de achaques físicos ni de penas del alma, aunque los dos sabemos que ambas cosas existen. Mientras yo me tomaba mi poleo escuchándola, ella me decía contenta que este verano su hijo y su nuera la van a llevar a la playa, junto con su nieta. Me habló de libros. Me habló de amigas. Estuvo recordando la ilusión que le hizo en su día matricularse en educación de adultos, porque así se sacó la espina que siempre había tenido clavada “de poder terminar los estudios primarios, como mis hermanas mayores”. Y me comentaba, también con alegría, que ahora quiere volver a apuntarse a un taller de pintura, porque “pintar era la ilusión de mi vida”.
Yo le decía luego a unos amigos que me quitaba el sombrero ante gente así. Que cada vez admiro más a las personas de esas generaciones cuando hablo con ellas, cuando soy capaz de ponerme por un solo instante en la piel de todo lo que han vivido. Una amiga presente me replicaba. Ella considera que idealizo las cosas. Piensa que esa generación se desenvolvió en tales circunstancias sencillamente porque le tocaron así, mientras que nosotros afortunadamente no las padecemos, pero que otras dificultades diferentes hemos afrontado y que también poseemos esa capacidad de superación.
No estoy tan seguro de ello, la verdad. Escuchaba no hace mucho a la periodista Pepa Fernández sostener que el modelo de vida que se nos ofrece actualmente –un modelo que, a mi juicio, se nos presenta con aspiraciones meramente hedonistas, sin valores- hace que con frecuencia no desarrollemos recursos para sobreponernos a las dificultades cuando éstas llegan. Y yo creo que, en buena medida y con todos los matices que se quiera, no le falta razón.

Uno de las consecuencias de esto es la medicalización de todos los problemas. Como vivo rodeado –en mi entorno familiar y de amigos- por psiquiatras, psicólogos -y otros enfermos, por utilizar el afortunado título de la novela de Rodrigo Muñoz Avia-, a veces sale a relucir esta reflexión. Me cuentan que, cuando recetan un fármaco para paliar unos efectos concretos, no siempre el paciente es capaz de comprender lo que se les quiere transmitir: que esa pastilla le va a ayudar a estar más tranquilo, o a descansar mejor, por ejemplo, pero no le va a solucionar el problema de fondo, el sufrimiento que produce una ruptura de pareja, pongamos por caso, porque ese sufrimiento no es una enfermedad, ni siquiera es una anomalía y, desde luego, no se cura con un medicamento.
Seguro que me puedo llevar más de una regañina de estas personas cercanas por tratar de estos asuntos sin ningún rigor científico ni conocimiento, pero en fin, yo al menos advierto: soy abogado y peatón, no soy psicólogo, no soy psiquiatra y, por tanto, no tengo de esto más idea que lo que escucho, lo que leo o lo que yo mismo veo a mi alrededor abriendo los ojos. O sea, que opino sin saber, como los tertulianos. Avisados quedan si quieren seguir leyendo bajo su responsabilidad. En mi descargo diré que voy a apoyarme en buena medida en juicios de valor de personas que sí son expertas.
Recuerdo que una vez un señor le preguntaba a otro en un bar de mi pueblo: "Oye, Fulanito, ¿tú te acuerdas si nosotros en nuestra época teníamos estrés?", y el otro le contestó: "No nos daba tiempo", mientras todos los presentes nos echamos a reír.
Bromas aparte, me parece que hoy se trata como enfermedades lo que muchas veces no son sino problemas personales o sociales…Es verdad que, a menudo, la línea que separa las enfermedades de lo que no lo son es muy delgada. La tristeza justificada yo creo que no es una enfermedad, pero la depresión sí; estar razonablemente angustiado por un problema real no es una enfermedad, la ansiedad sí; estar fatigado después de trabajar no es una enfermedad, el estrés sí… Es la diferencia que existe entre las causas de fondo -que no son médicas- y los efectos -que a veces sí pueden serlo y otras veces no-.
Eduardo Tejera, presidente del comité de ética asistencial del Hospital Donostia, aseguraba en unas declaraciones periodísticas que “la clave está en que el profesional sanitario indague con el paciente para saber si lo que realmente siente es una enfermedad o más bien una situación normal de su vida”. Pero reconoce que a menudo “faltan tiempo y medios humanos en un sistema sanitario cada vez más exprimido” y que, salvo excepciones, muchos médicos “claudican ante el paciente. Es muy difícil luchar contra la idea que impera en la sociedad de que todo se cura con pastillas. La medicina y los medicamentos no son capaces de solucionar todos los problemas. Ni el médico es un dios ni los medicamentos son pócimas mágicas para la vida”.
“Hay dos vías que favorecen la psiquiatrización -explicaba el psiquiatra Guillermo Rendueles en un debate recogido en el diario La Nueva España-. Una, la gestión de los aspectos íntimos y sentimentales, que suele recaer en el psiquiatra por las dificultades que tienen las personas para hacerlo por sí mismas; y otra, el que en la sociedad de hoy no hay nada sólido, es la ‘sociedad líquida’ de Bauman”.
En las estadísticas se da la paradoja de que en nuestras sociedades desarrolladas aumenta el número de personas que se consideran enfermas. Y eso no es una verdad objetiva. Con respecto a hace unas décadas, el nivel de salud obviamente se ha elevado, los tratamientos contra muchos males han progresado, la esperanza de vida ha crecido..., pero las estadísticas reflejan incremento de enfermos y de enfermedades, posiblemente porque, como decía Gonzalo Casino en El País, “la medicina ha hecho suyos un montón de problemas que antes no eran asunto médico y para los que a menudo no hay solución eficaz”. Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, recogió unos significativos resultados al comparar en el British Medical Journal los datos de salud entre Estados Unidos y La India. Y es que en el mundo desarrollado se consideran como enfermedades cosas que en otros países no lo son, porque tienen enfermedades más importantes y mas apremiantes de las que ocuparse. No hablan ni siquiera el mismo lenguaje una sociedad donde las enfermedades se siguen llamando malaria, tifus, cólera, lepra... y otra donde las enfermedades son la alopecia, la celulitis o el jet lag. Pero lo peor, en mi opinión, es cuando acaban tratándose como enfermedades fenómenos como la soledad, la infelicidad, el envejecimiento...
Además, esa psiquiatrización de los problemas acaba, a menudo, en el uso -y abuso- de fármacos. No sólo porque es la salida fácil. Detrás me temo que están también los oscuros intereses económicos de las multinacionales farmacéuticas. El médico Domingo Ojer advirtió en Oviedo, en la misma mesa de debate antes citada, que “los laboratorios generan necesidades para vender más”. Y denunció: “el 90 % de la producción mundial de medicamentos es consumido por el 10 % de la población”. La que con diferencia menos lo necesita, añado yo. Sólo un porcentaje ínfimo de los fármacos comercializados son para tratar las enfermedades –ésas, reales y no imaginarias- de los países en vías de desarrollo. Y es que la investigación en estos fármacos no resulta rentable. Qué triste y qué injusto. “La sociedad de la desigualdad que estamos creando –concluye Ojer- es capaz de mirar con indiferencia el drama de miles de personas que mueren diariamente por no tener acceso a lo más básico para vivir, mientras es incapaz de tolerar el mínimo sufrimiento y sigue consumiendo bienes de consumo con la esperanza de alcanzar el maximo bienestar”. Y consumiendo, también, muchos fármacos para curar supuestas enfermedades. En el British Medical Journal escribía su director, Richard Smith, que “las compañías farmacéuticas tienen un claro interés en medicalizar los problemas de la vida, y ahora ya existe un enfermo por cada fármaco”.
La proliferación de libros de autoayuda con recetas mágicas para triunfar, para tener amigos, para gozar de éxito profesional… o el espectacular incremento que en los últimos años han registrado las intervenciones de psicólogos y psiquiatras en los medios de comunicación, dan pistas de cómo se enfocan estas cuestiones en nuestra sociedad.
Ahora se actúa como si fuera intolerable el menor sufrimiento, como si el dolor no fuera algo natural, consustancial a la existencia humana, y sólo lo fuera el placer. Que nadie se engañe: no estoy diciendo que haya que adoptar una actitud de resignarse ante los aspectos negativos de la vida, todo lo contrario. Pero un primer paso es aceptarlos como naturales, para así superarlos y no engañarnos a nosotros mismos. Superarlos a base de recursos personales, y también con la ayuda profesional o médica cuando sea necesaria, pero sin confiar en que un medicamento nos va a evitar sentir. Somos seres humanos y tenemos sentimientos.
Dice el psicólogo Jorge Barraca en un interesante artículo que “se quiere imponer socialmente la idea de que es posible siempre ‘vivir en positivo’ y que se pueden alcanzar soluciones fácilmente, con independencia de la realidad vital de cada uno”. Él asegura que, en contra de lo que muchas veces se nos quiere hacer ver, “es imposible librarse a voluntad de determinados pensamientos, sentimientos o sensaciones desagradables, que son inherentes al hecho de vivir en este mundo (se entiende, no anestesiados), al hecho, en fin, de ser humanos”. “Esto tampoco significa –añade- confundir la aceptación con la resignación, entendida ésta como actitud pasiva. Cuando hablo de aceptar me refiero a admitir que determinados contenidos mentales son inevitables, pero eso no significa cruzarse de brazos ante las adversidades o las injusticias. Todo lo contrario: precisamente porque no podemos dejar de sentirnos mal ante determinadas situaciones lo que debemos procurar es mejorar las cosas”. “Muchos psicólogos y psiquiatras han sido los primeros en caer en la trampa de pensar que –al igual que en el ámbito físico- no hay que pasarlo mal un solo minuto (…) No explicamos al paciente que, a lo mejor, es normal que su sufrimiento continúe durante un tiempo indeterminado”. Y sostiene que eso a la postre es negativo para el individuo: “Necesitamos un tiempo para encontrarnos mal. Hacerle a alguien sentirse culpable porque no vuelve a mostrar la alegría que todos socialmente debemos exhibir acarrea llevar al sujeto a una situación imposible, pues no ser capaz de alegrarse como los demás se convierte en un motivo añadido de preocupación y tristeza”.
La vida es todo eso: dolor, gozo, amor, tristeza, euforia, preocupaciones, ilusión, melancolía, entusiasmo, vértigo, angustia, alegría… y mil cosas más. No está uno enfermo si está triste cuando ha perdido un amigo, o si está molesto porque le han despedido de su trabajo, o si está preocupado porque alguien a quien quiere se está complicando la vida, o si está pasando una etapa de duelo por haber tenido una ruptura sentimental... Eso no es estar enfermo, eso es estar vivo. Lo patológico en tales circunstancias sería no sentir.
Leí en algún lugar que una mujer le había dicho a su médico de familia: “Doctor, tendré que enviarle a mi padre, porque desde que ha muerto mi madre no para de llorar”. El médico le replicó: “Tendría que enviármelo si no llorara”. Pues eso creo yo.
(Fotografía: My Grandmother's Medicine in an Espresso Cup, de Minusbaby, de la galería de imágenes Creative Commons de Flickr)