Deporte, convivencia, respeto

Mis padres, seguramente sin saberlo, me pusieron un nombre germánico que quiere decir hombre libre, el mismo que tuvo un Rey de España que también era Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Y añadieron un nombre navarro. Heredé de mi padre un apellido de origen aragonés. Heredé de mi madre un apellido vasco. Soy castellano. Nací en Ávila. Vi la luz en una ciudad asentada sobre lo que fue tierra de nadie, repoblada tras la reconquista por el rey Alfonso VI con gentes del Norte de la Península: vascones, navarros, cántabros… Mingorría (del euskera mendi gorria, monte rojo), Gotarrendura, Noharre, Chaherrero (y otras muchas denominaciones que comienzan igualmente por Cha, por el término vasco etxea, casa) son nombres de pueblos de mi provincia. Con 18 años me vine a vivir a Madrid, esa ciudad abierta donde casi nadie es de aquí y todos somos de aquí. Levantada sobre la Mayrit de los árabes (“fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son”) y creciendo a partir de la Magerit de los cristianos, es la villa a la que Machado llamó “rompeolas de las Españas”... Y, por si esto fuera poco, me siento compatriota de la mayor parte de la población del continente americano. 

Comprenderán que, pensando estas cosas, no puedo comulgar con ningún evangelio aldeano que se alimente de fronteras y de supuestas purezas de raza. Me daría risa, si no me diera pena, el empeño en inventarse patrias de bolsillo como armas arrojadizas contra los demás. 

Yo simpatizo con el Atlético de Madrid. ¿Saben cómo nació? Lo fundaron hace más de un siglo unos cuantos vascos que estudiaban Ingeniería de Minas en Madrid. Y, como el equipo de sus amores era el Athletic Club de Bilbao, el que aquí crearon fue inicialmente su filial y se llamó Athletic Club de Madrid. 

Hace dos años los aficionados del Atlético de Madrid fuimos a disputar la final de la Copa del Rey a Barcelona. Inundamos las calles de esa ciudad de rojo y de blanco y nos sentimos fantásticamente acogidos. Como siempre que voy allí.

Hoy es Madrid la que está teñida, desde por la mañana, de rojo y blanco. Miles de aficionados del Athletic de Bilbao han llenado de color y de animación todos los rincones de Madrid, una ciudad siempre acogedora. Los azulgranas, más rezagados, se han dejado ver más tarde. A mí, todo este ambiente me ha despertado una sonrisa casi permanente. Y será el estadio de mi equipo, el del Atlético, el que acogerá esta final, que debería ser sólo una fiesta del fútbol.

Tengo dudas de quién prefiero que gane. 

Por un lado, el Barcelona es un gran club, lleva unos años practicando un juego que enamora. Guardiola merecería cerrar su etapa como entrenador en el Barça con esta Copa. Después de una fantástica temporada, sería injusto que el equipo terminara de vacío. 

Pero, por otro, el Athletic, más modesto como club, ha desplegado en Europa un juego poderoso que sólo faltó en la final, cuando el Atlético se impuso con justicia. Ahora tiene otra oportunidad de obtener un título y sería también una pena que jugara merecidamente dos finales y no ganase nada. 

Pero, triunfe uno u otro, hay algo que también me gustaría y sé que lamentablemente no será posible en este país sin remedio. Que cuando entre el Príncipe de Asturias al estadio de fútbol, en sustitución del Rey de España (por cierto, Señor de Vizcaya y Conde de Barcelona), el que quiera aplaudir que aplauda y el que -como yo, que soy republicano- no quiera aplaudirle, que no lo haga, pero que se comporte con elemental educación. Y que, cuando suene el Himno Nacional, el que lo sienta aplauda al final y aquel a quien no le apetezca aplaudir guarde un respetuoso silencio. Parece sencillo, ¿no?

Porque quienes vivimos en Madrid, que hemos dado hoy de corazón la bienvenida a estas dos aficiones, no nos merecemos que nadie pite a un himno que creemos que es de todos pero que, en cualquier caso, sí sentimos como propio. Porque muchos españoles que estarán viendo hoy el fútbol por la televisión se sentirán agraviados injustamente. La ofensa es del todo innecesaria.

Yo jamás abuchearía, faltaría más, ningún símbolo catalán o vasco, y me sentiría igualmente insultado si alguien lo hiciera en mi presencia. Tampoco abuchearía el himno de ningún país del mundo. 

¿Es tan difícil que cada cual piense o sienta libremente lo que quiera, pero que se comporte con respeto hacia lo que piensan o sienten los demás?

Yo creo que no. Por eso, he contemplado con alegría y complicidad en las calles madrileñas la presencia de estas dos aficiones. Por eso, desprecio con todas mis fuerzas a quienes siembran vientos. Por eso, me repugnan los que irresponsablemente alimentan odios.

2 comentarios:

Fernando Solera dijo...

Es que lo que ha pasado no ha sido un problema de "libertad de expresión", como han calificado sus defensores. Hablar de "libertad de expresión" no deja de ser un eufemismo para tapar o maquillar el auténtico problema de fondo: educación y civismo. O mejor dicho, falta de educación y falta de civismo.

A mí de niño me enseñaron que hay que tratar a los demás como nos gusta que nos traten a nosotros. Sospecho que a ninguno de los miles que ayer "ejercieron su libertad de expresión" pitando y abucheando, les haría ninguna gracia que hicieran lo mismo con 'Els Segadors' o el 'Eusko Abendaren Ereserkia'. Y es que en este país, al que todavía pertenecen tanto vascos como catalanes, falta educación y civismo. Así nos va.

Francisco Ortiz Lozano dijo...

Carlos: Este artículo tuyo es como Mary Poppins: "Prácticamente perfecto".